Uno de los primeros artistas destacados de esta primera jornada en el SonarHall es pablopablo, proyecto artístico de Pablo Drexler, quien comenzó a ser conocido al acompañar a C. Tangana en su gira “Sin cantar ni afinar”. Con él comparte una inclinación interesante por el falsete y por letras sobre amor tóxico. El artista refleja la belleza de los sentimientos trágicos de la vida. Su estilo combina cambiantes pitch de Auto-Tune con calmadas melodías a guitarra y ensordecedores sonidos sintetizados al estilo de James Blake. Sorprendió a muchos con una gran cantidad de temas inéditos y con una novísima producción a modo de ranchera a guitarra. Tras este precalentamiento, vimos uno de los directos más suculentos del fin de semana de la mano de Judeline, en SonarPark. La escenografía propuesta incluía una escalinata blanca que lleva a una enorme puerta del mismo color. Allí aparece Judeline cantando “En el cielo”, referencia a las puertas del paraíso. Cada tema es un viaje sensorial que combina cantos tradicionales con elementos electrónicos, bordeando distintos géneros que van del neosoul, con bases de hip hop lo-fi, al reguetón onírico. Su voz podría compararse a la de María José Llergo, con un estilo compositivo más cercano a Oklou. En cada canción de las últimas seis, aparecen unas bailarinas sobre el escenario y la andaluza apenas se moverá ya durante la mayor parte de la actuación. Las bailarinas van vestidas con la tradicional cobijá, propia de la localidad de Vejer de la Frontera desde el siglo XV, y en la última canción se la quitarán para quedarse en camisetas blancas, ropa interior y con el pelo suelto, recordando a “Las vírgenes suicidas” (Sofia Coppola, 1999). Judeline se despide al grito de “Palestina libre”, a lo que el público responde con un ensordecedor aplauso.
En la última década se ha intensificado la expansión de la música dance con ritmos tradicionales, y Toya Delazy es un ejemplo representativo con su característico estilo afro-rave. Sus canciones están impulsadas por ritmos tribales que homenajean su herencia sudafricana, con letras sobre justicia social. La presencia escénica de Delazy –en el SonarVillage– es de una energía contagiosa, incluyendo bailes apasionados y patadas voladoras a cada golpe de bombo. Esta misma energía arrolladora también caracteriza al cada vez más popular DJ ¥ØU$UK€ ¥UK1MAT$U, quien prefiere pinchar en SonarPark lo más cerca posible del público, casi a nivel del suelo. Es un enamorado de su oficio y esta pasión se traduce en la pista de baile, cuando la audiencia se vuelve personificación de cada ritmo agresivo y frenético. En SonarHall, la iraní-holandesa Sevdaliza apuntaló el sonido electrónico de su actuación con la presencia de un batería, al igual que Judeline, pablopablo y Tonya Delazy. Definitivamente, este instrumento sobrevive a las nuevas tendencias tecnológicas sin problemas. En esta ocasión, Sevdaliza se alejó de su inclinación por el pop y el trip hop, decantándose por una línea más cercana a la escena rave. La violencia de las contundentes bases electrónicas contrasta con cantos oníricos y elegantes que en ocasiones recuerdan a Beth Gibbons, de Portishead, pero con el porte y fuerza de Mónica Naranjo.
De vuelta a SonarPark, el productor australiano Skin On Skin toma las características incendiarias de las letras del drill para fundirlas sobre duras y elegantes bases deep house y techno. Al salir a respirar aire fresco de nuevo, el SonarVillage se ve absolutamente rebosante de gente, claro indicativo del inmenso despegue de la artista novel yunè pinku. Su estilo tiene todas las características del dream pop de dormitorio. Su susurrante voz de soprano, con la suavidad y brillo de la seda, serpentea sobre las notas que entremezclan múltiples estilos, entre ellos el garage, el breakbeat y el house. Aunque por escrito pueda parecer una mezcla caótica, la realidad es que la producción es increíblemente armoniosa.
De nuevo en SonarHall, hace su aparición Blackhaine, proyecto del británico Tom Heyes. El artista funde estilos tan distintos como el noise, el ambient y el drill, y sus letras son crudas, agresivas, vulnerables y honestas. En cada estrofa escupe parte de la frustración de haber crecido en el contexto social afectado por la inseguridad económica propia de algunas zonas del noroeste de Inglaterra. De hecho, su nombre artístico hace referencia a la película “El odio” (Mathieu Kassovitz, 1995), que explora la idea de que el odio engendra odio. En contraste con esta poesía de la destrucción, nos rencontramos con la energía propulsora de SHYBOI, artista nacida en Jamaica y asentada en Brooklyn que mezcla música antillana, acid techno, breakbeat y dub, encarnando la herencia de la cultura caribeña de los soundsystems y de las raves en las warehouses neoyorquinas. Como espectáculo de cierre, el productor y DJ Folamour entregó justo lo que se esperaba: house, nu-disco, funk y clásicos. Todo ello acompañado por un espectáculo visual repleto de flores gigantes y colores vibrantes que suma a su gran capacidad para encapsular sensaciones positivas. Un final alegre para un primer día de Sónar perfecto. Teresa Ferreiro
El segundo día del festival comenzó con muy buen pie en SonarHall, con esa revelación de la escena barcelonesa que es Hadren, artista a mitad de camino entre Ralphie Choo y Nemo (el ganador de Eurovisión 2024), con todo un arsenal de ideas frescas y mucha personalidad. Las mismas que derrocha la colombiana Ela Minus, quien sedujo al público con su exquisita presencia y con una música que entrelaza con una elegancia suprema espirales de techno con melodías pop y frecuencias ácidas. Mientras en la pantalla un reloj iba descontando el tiempo que le quedaba, fue alternando temas de su primer álbum –como “megapunk” o el delicioso “el cielo no es de nadie”– con los de su próximo segundo largo, que en ocasiones parecen descubrir a una Laurie Anderson de corazón latino.
Con algunas de las capitales africanas convertidas en los nuevos polos de creatividad emergente, Nairobi parece ser el nuevo gran semillero de talento, como se pudo comprobar en esta edición. En primer lugar en SonarVillage con Coco Em, activista keniana que ha dado a conocer estilos novedosos como el gengeton (mezcla de genge local y reguetón) y el shrap (swahili trap) y que dejó muy claro en un DJ set trepidante que su forma de entender la polirritmia africana es tan refrescante como radicalmente moderna. Y en segundo lugar con el artista no binario Kabeaushé, la gran estrella del panorama keniano actual, una suerte de Iggy Pop queer o de Prince afro, que es capaz de combinar rap, psicodelia, EDM y afrofunk con una frescura insólita. Con su pelo rubio, el pecho al descubierto y acompañado por su productor –¡vestido de torero!–, deslumbró con su magnetismo animal.
En el auditorio del Complex, Verde Prato ofrecía un concierto crudo, hermoso y desnudo en el que la artista vasca –que parece ser epígono y némesis a un tiempo de la gran Nico– mostró su restallante heterodoxia a través de esa perla de futurismo latino que es “Niña soñando” o de sus arrebatadoras e inauditas revisiones de “Zu atrapatu arte” (Kortatu) y “Opinión de mierda” (Los Punsetes). Otra mujer, la canadiense Marie Davidson, evidenció que sutileza y potencia no son términos contrapuestos. Algo que quedó probado tanto en sus temas instrumentales como en los vocales, entre los que destacó su último lanzamiento, la bomba de electro-punk-rap “Y.A.A.M.”. Y al igual que ocurre con Ela Minus, pero obviamente de otra manera, también trasluce en su música el influjo de Laurie Anderson, un referente mucho más habitual de lo que se piensa.
En otro orden de cosas, la entente que forman Surgeon y Speedy J en el proyecto “MULTIPLES” es realmente simbiótica, ya que se complementan a la perfección. La cruda energía, la dureza y la precisión quirúrgica del primero (que llevaba una camiseta con la palabra Narnia imitando la tipografía de Nirvana) casó muy bien con el gusto por el clasicismo techno y una cierta exploración sonora del segundo en una actuación tan rocosa como trepidante, a veces próxima a ese gabber cada vez más reivindicado. Por su parte, Laurent Garnier tiene bien ganado su derecho a la omnipresencia en el Sónar. No en vano fue, junto a Sven Väth, la gran estrella de la primera edición del festival en 1994, hace justo ahora treinta años. Con su característico movimiento de hombros y su sonrisa en el rostro por estar presente en una de sus citas favoritas, Garnier inició su sesión con un remix del fantástico y regocijante “Cookin’” de James Curd & Mr. Flip, demostrando que sigue totalmente al día de las tendencias del momento. Tan mercurial y con tan buen gusto como siempre, recorrió plácidamente el camino que va del Detroit techno al acid pasando por el soulful house y la electrónica más groovy.
Era un riesgo abrir la primera noche del Sónar 2024 –un slot que en 2023 ocupó Aphex Twin para dar uno de los conciertos del año– con Air haciendo en su totalidad y en orden riguroso “Moon Safari” (1998). El debut del dúo francés –trío con la incorporación de un baterista para presentarlo en directo en esta gira enmarcada en su 25 aniversario– empieza soltando toda la artillería pop –siempre un pop sosegado y evocador: “La femme d’argent”, “Sexy Boy”, “Kelly Watch The Stars”– para después perderse poco a poco en una ensoñación espacial casi ambient, una sutileza seudoelectrónica que traduce a Gainsbourg y el elegante cancionero galo a una robótica siempre retro. Y ahí está, claro, asomando el bajón, especialmente si te pegaste la fiesta en el tardeo con Laurent Garnier. Pero no: Air, enmarcados clínicamente en una estructura rectangular minimalista –que recuerda a la arquitectura de Van der Rohe y a la portada de “10.000 Hz Legend” (2001)– diseñada por Antoine Jorel –también escenógrafo de Phoenix–, vestidos de punta en blanco como los astronautas de una Moonraker a la francesa –entre la nave espacial y la estación de esquí–, supieron aprovechar ese impulso interestelar para poner en órbita al pabellón, atento e hipnotizado, aliviarlo con más pop –“Highschool Lover”, de la película “Las vírgenes suicidas”; todo el mundo coreando ese “You’re my playground love”– y, después, rematarlo entrando en la hipervelocidad de “Don’t Be Light” y una impresionante –y escalofriante– “Electronic Performers” en la que los vocoders los igualan a unos Kraftwerk operísticos. Simplemente: “We are ELECTRONICS!”.
Fue el despegue de una noche que, en SonarClub, siguió por esos derroteros oníricos y melódicos, con Jennifer Cardini y HAAi caldeando el ambiente a base de techno con detalles psicodélicos para lo que vendría: un verdadero aterrizaje de las naves del techno melódico tras el rotundo éxito de Eric Prydz en la pasada edición. Primero Ben Böhmer, después el dúo Adriatique, inundaron el festival con letanías entre lo enérgico y lo emocional, lo muscular y el trance, pero dejaron dudas entre un público que, en general, es más receptivo a propuestas más duras, más extremas, incluso más incómodas.
Menos mal que estuvo ahí, como siempre en Sónar, el alien original: Richie Hawtin volvió a la que es su casa para ofrecer en exclusiva en Europa “DEX EFX XOX”, un show minimalista y monolítico, áspero, contundente y ligeramente triposo, en el que actualiza el concepto de “Decks, EFX & 909” (1999). Sirviéndose solo de controladoras, efectos y cajas de ritmos, Hawtin no solo reinterpreta el espíritu original de sus mixes como Plastikman, también rinde homenaje a una nueva generación de maestros que mantienen viva la llama de la cultura techno, cuyos tracks aparecen reconocidos en las pantallas como único input visual: “Dystopia” de Fatima Hajji, “Cybernetro” de Take Karaka, “Abattoir” de Brälle… Un back to basics ante el que el público respondió en general con fervor, que mejoró sustancialmente su pasada comparecencia y que volvió a demostrar su dominio magistral de la textura –esos bombos tan reverberados, tan juntos, que parecen un solo colchón–, pero que lo sigue viendo lejos de la experimentación y la ruptura con que siempre nos abdujo.
La otra gran narrativa de la noche del viernes la definió la celebración con punto reivindicativo. Por un lado, el hedonismo y la libertad sexual sirvieron de trasfondo para la divertidísima pinchada a tres bandas de Eliza Rose, Sally C y Dan Shake en SonarLab: hubo himnos pop, himnos dance, himnos garage, todos triturados en un batido de techno con deslices hacia los ritmos rotos y el drum’n’bass y hasta al funk carioca, muy presente a lo largo de toda esta edición –y siguiendo un guion que en cierta medida también pudo leerse, desde un lado mucho más abrasivo, entre hard trance y la Charli XCX electro de “brat” (2024), en la sesión con que la polaca VTSS cerró la jornada–. Se alargaron un buen rato, disfrutonas, con la aprobación de salute, que por su parte tomó el testigo en forma de track como ya no suele hacerse para diluirse inmediatamente, vía oscurísimo dubstep, en una amalgama de ritmos británicos con profundidad experimental.
Por otro, en SonarCar, todo adquirió además un tinte de celebración de la identidad latina, saliéndose de cualquier estereotipo que pueda formularse sobre la idea de ritmos latinos: sí, hubo reguetón –aunque deconstruido, más o menos– en el concierto de La Goony Chonga, con todo un equipo de bailarinas y escenografía a la altura, pero realmente hubo más hard trance, sonidos rave y revisiones autóctonas de corrientes globales, en consonancia con el más reciente “Goonyverso” y con los nuevos caminos del latin club. Esos que están recorriendo la venezolana asentada en Barcelona Verushka –que inauguró el escenario– o Tayhana: convertida ya en estrella global y después de poner música en Sónar de Día a “CORTEX” –la nueva pieza performativa de Kianí del Valle–, llevó al Sónar de Noche su “Club Latinx” y lo puso a funcionar en plan apisonadora, confundiendo neoperreo con hardcore y ambient con drum’n’bass, cediéndole los platos a Slim Soledad para los momentos más extremos y basculando tanto como para que la parte más intimista interpretada por Simona no desentonara con el rap consciente y las proclamas de la maestra mexicana Mare Advertencia Lirika.
Ninguna pudo, eso sí, con “The Mother Of Pearl”. El nuevo show de Jessie Ware, conceptualizado en torno a The Pearl, un club house al estilo late 70s del que la británica es madre y reina absoluta, se lleva el potentísimo repertorio que ha ido acumulando en los últimos tiempos desde el disco puro a un sonido más electrónico, más clubber. Y aunque algún tema –como “Save A Kiss”– salga algo deslucido logra, sin albergar ninguna sorpresa, revitalizarlo por completo, en total sintonía con Sónar de Noche y epilogando estupendamente el concierto de Air: de la introspección a la extroversión; en el mismo globo de elegancia, clasicismo y sensualidad. El momento en que todo el público corea a capela, mientras ondean banderas arcoíris entre el mar de brazos y cabezas, el estribillo del “Believe” de Cher ya ha quedado grabado en la historia del festival.
La última jornada del festival empezaba con una propuesta audaz en el Complex+D, la de Iceboy Violet & Nueen. El artista mancuniano y no binario Iceboy Violet, con un pie en el spoken word y otro en el rap, ofreció una actuación densa, intensa y confesional, narrando la tensión de una relación en forma de lamento agónico –llegó a llorar y a golpearse la cabeza con el micro– mientras el mallorquín Nueen proveía un fondo sonoro inquietante, retorcido y con ecos industriales. Una música muy cercana a la de Mykki Blanco y en parte conectada con la de Death Grips, aunque sustituyendo la rabia y la furia de estos por unos tonos más letárgicos y depresivos. El canario de ascendencia india ABHIR –actuó en SonarPark– es un ejemplo más de esa España colorista y diversa que odia VOX y que está dando frutos excitantes a nivel cultural. Trap y rap melódico son algunos de los elementos de su sabrosa receta sonora, perfectamente llevada al directo gracias a su carisma y su saber estar en el escenario, que tuvo como complemento las danzas indias de la bailarina Anuschka. Entre los temas, destacó especialmente ese poderoso “Brown Boy Bounce” conducido por el sonido de la tabla india.
La británica Loraine James protagonizó en SonarHall, sin duda alguna, una de las mejores actuaciones de esta edición. Acompañada en parte de la misma por el baterista Fyn Dobson, se dedicó a presentar en gran medida los temas de su más reciente álbum, el fantástico “Gentle Confrontation” (2023). Y en un ejercicio de fascinante sincretismo, combinó la electrónica más imaginativa y exploratoria con el jazz más audaz, apoyada en unos magnéticos visuales de ese urbanismo de los extrarradios que es tan mesmerizante como deshumanizador. Junto con Jlin y Mica Levi, Loraine James conforma el gran trío de aventureras del sonido y el ritmo. Lo de la berlinesa horsegiirL no va mucho más allá de la broma, tal como se vio en SonarVillage. Que te guste o no su mezcla de happy hardcore, makinorra y vídeos equinos depende del nivel de empatía que tengas con una DJ disfrazada de mujer-caballo.
En el extremo opuesto se encuentra Blck Mamba, la DJ bruselense que ofreció en SonarPark una tórrida sesión volcada en el irrefrenable poder de la percusión. Curiosamente, más que en sus propias raíces yorubas –es de ascendencia nigeriana–, se basó en los ritmos de la santería e incluso propició alguna mezcla entre la timba cubana y la bass music. Música sensual destinada a mover las caderas. Natural Wonder Beauty Concept es el fruto del encuentro entre Ana Roxanne y DJ Python, un proyecto de espíritu noventero que –se vio en Complex+D– remite a sonidos downtempo y al trip hop, aunque también puede evocar al dream pop. Música tenue que no disgusta pero tampoco entusiasma. Finalizaron con una etérea versión de “Wicked Game” de Chris Isaak. Y tras la calma llegó la tempestad a SonarVillage, desatada por Tommy Cash. Con uno de sus extravagantes looks habituales –coletas, bigotón y falda escocesa– y respaldado por un DJ con la cara pintada con la bandera catalana y camiseta de hincha de fútbol, el estonio ofreció un divertido (y al mismo tiempo politizado) show, en el que hardstyle, rap, trap, drum’n’bass, hyperpop y gabba se fundieron en una divertida ceremonia de confusión, que acabó –algo insólito en el Sónar– en un pogo salvaje entre el público.
Otro contraste curioso fue el que ofrecieron dos de las últimas actuaciones de la tarde del sábado. En el auditorio del Complex+D Laurel Halo regalaba un precioso e íntimo concierto junto a la violonchelista Leila Bordreuil, que a veces brilló con tonos impresionistas y otras veces se acercó a territorios disruptivos y experimentales. O que tan pronto sorprendía con sublimes momentos de libertad creativa como deleitaba con livianos aires de jazz de piano bar. Para compensar, poco después, en un escenario SonarHall sumido casi totalmente en la oscuridad, EMPTYSET descargaban un arsenal de ruido: motores, sierras eléctricas, zumbidos, chirridos y taladros conformaban una suerte de sinfonía hipnótica y terrible. El dúo que forman James Ginzburg y Paul Purgas parece un trasunto de Autechre, pero en bruto y descarnado. Una nota final. Este año Sónar ha rubricado el auge de lo performático en el terreno musical. Basten como ejemplos el alucinante espectáculo (mezcla de clase de aeróbic y sesión de entrenamiento militar) de los italianos Gabber Eleganza en SonarPark, la danza contemporánea de Candela Capitán con música de Lee Gamble (“Models”) en SonarHall y la agotadora performance (de ¡seis horas!) “Physis” que se marcó el colectivo ASIANDOPEBOYS en Stage+D: metal, techno abrasivo, bailarines y performers, flores y una amenazante garrapata gigante preludiando algo parecido al apocalipsis. Luis Lles
El cierre de Sónar 2024 condensa muy bien lo que ha sido esta edición: al amanecer, en el SonarPub, Kerry Chandler plantaba las cuatro bobinas y esa mezcladora rudimentaria que conforman su espectáculo “reel 2 reel” para dar una lección de future house –siempre impregnada de ese alma techno que define al festival por antonomasia– justo después de que los neoyorquinos The Martinez Brothers, que han publicado en su sello y lo consideran una institución, hicieran lo propio con el deep y el tech-house en una sesión que necesitaba apenas minutos para transportarte a las noches eternas del ibicenco DC10. Mientras, Héctor Oaks –príncipe heredero del espíritu de la Ruta y del Radical– se enfrentaba al australiano Partiboi69 en el cuadrilátero en que se convirtió el escenario de SonarClub, con los dos DJs alternándose con violencia las pistas y dos tocadiscos y rebuscando atropelladamente en la maleta de vinilos, sirviendo una caótica avalancha de techno sucio, machacón y marrullero. De sus actuaciones podemos deducir que, al menos en Sónar de Noche, todos los caminos conducen al techno, e incluso JASSS, que habitualmente se mueve en parámetros post-rave, terminó adaptándose en su cierre –con todo, fue el más alternativo– a unos estándares que no por ciertos dejan de ser reduccionistas. Lo que se ve, sobre todo, es que este año el festival ha decidido poner a convivir a nuevas figuras con grandes leyendas, verdaderos maestros que no solo han venido a lucir palmito –y hacer caja– viviendo de rentas pasadas, sino a poner en valor el oficio en su acepción más rústica, más primigenia, más artesanal.
Por eso tiene sentido que la madrileña Drea abriera el sábado el escenario que iba a cerrar Chandler rindiendo pleitesía a toda la herencia negra en el club. Por eso tiene sentido que fueran Octave One –con sus sintetizadores analógicos, sus maquinitas y ese techno abstracto a veces, electro otras– los que sentaran las bases de las experimentaciones sobre el canon techno que iban a suceder a lo largo de la noche en el escenario SonarLab. Y por eso tiene sentido que esta vez fuera Paul Kalkbrenner quien regresaba a Sónar para abrir el sábado noche desde SonarClub con ese set siempre vivo, impredecible, un poco histriónico y al mismo tiempo seriote en el que reinterpreta su repertorio –incluyendo, claro, una tempranera “Sky And Sand” que siempre sonará mejor en tu coche y una reptante y amenazadora “Revolte” que conduce al clímax final, más un tema de Stromae, “Te quiero”– con un secuenciador en el portátil y esa mezcladora gigante llena de hardware de sintetizadores, controladores MIDI y máquinas de ritmos: sin él seguramente no existiría el techno melódico, o al menos no sería lo que es hoy, y Sónar ha elegido un gran momento para recordarlo. Tras la actuación del alemán –que, por cierto, también tiene algo de mesiánico; cerca de mí alguien le dijo a algún colega “¡tío, estás viendo a dios!”–, SonarClub dio la bienvenida a un verdadero ritual de hard techno en todas sus formas, geografías y, sobre todo, extremos, y que ya había empezado en Sónar de Día con las actuaciones de horsegiirL, Gabber Eleganza y ASIANDOPEBOYS.
Primero fue el turno de ellas y luego el de ellos. Si Anetha preparó el ambiente para Charlotte de Witte, el teutón Marlon Hofstaat –aka DJ Daddy Trance; bien de happy hardcore y bien de acid– hizo lo propio con Reinier Zonneveld. El holandés se coronó con una de las actuaciones más memorables de esta edición recorriendo –con un set en directo que recuerda en esencia al de Paul Kalkbrenner: secuenciador, controladora y FX, sintes y drum machines– todo el espectro hardcore, llegando hasta el gabber, el hardstyle e incluso hasta la teatralidad contenida del high-tech minimal de Boris Brejcha. Tormentoso, atronador y hasta con un punto psicodélico, consigue clavar el bombo en tu córtex prefrontal a base de tanto martillazo hasta que, de pronto, casi dejas de reparar en él, mareado tras el tremendo embate, y empiezas a fijarte en todos los –literalmente– alucinantes detalles que esconde tras esa impenetrable carcasa… Y es entonces cuando empieza el viaje de verdad.
Tanto reverberó el hardcore en la jornada del sábado noche que hasta Soto Asa –además de presumir de luces de neón con su emblemática ristra de hits de reguetón club, cannábico y programado como un videojuego– se puso makinero en algún momento. Y fue, claro, la situación idónea para que SonarCar acogiera a BLEX, esa extrema orgía de abrasivo hardcore diseñada por las artistas y performers Virgen Maria y Naive Supreme y servida por el productor Hundred Tauro que cuenta con la colaboración visual de Filip Custic.
Decía antes que en Sónar de Noche todos los caminos conducen al techno, y así es en parte, obvio. Para algunos artistas incluso supone una especie de hándicap autoimpuesto. Con Floating Points, por ejemplo, ocurrió un poco como con Bicep el año pasado: dan por hecho que el público quiere techno y así plantean su set, pero sus propuestas, más progresivas, más dinámicas, más lumínicas y cromáticas no funcionan tan bien en la monotonía, por mucho live y por muchos sintes modulares que incorpores. Y ese exceso de energía termina por ocultar todas sus sutilezas. Es ahí, en su invocación viajera, donde queríamos ver al productor británico… Esta vez no pudo ser.
Pero no todo es techno, y realmente hay mucho más allá hilando discursos experimentales: las dos grandes salidas de guion de la noche las protagonizaron LaFrancesssa y Vince Staples. LaFrancesssa, barcelonesa, debutaba en Sónar con un espectáculo entre lo hierático y lo romántico, entre lo siniestro y lo cute, que bascula entre el pop y el deconstructed club, que recuerda en concepto –porque falta trabajo en la ejecución– a las performances y DJ sets de Arca y SOPHIE circa 2019 y en el que se versiona a Kylie Minogue. Vince Staples –que curró con SOPHIE en “Big Fish Theory” (2017)– se presentó en SonarPub más oscuro y letárgico que nunca, como en slow motion, muy en la línea de su último “Dark Times” (2024), convirtiéndolo en el centro del espectáculo y reservando solo unos pocos hits para el esprint final. Desde luego, Sónar no es un lugar donde se premien el conformismo, la complacencia y la comodidad. Diego Rubio
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