Rebotando en los pasillos de espejos superpuestos de TikTok y YouTube, el revival city pop podría no acabar nunca. Hay algo en esa fiesta eterna de boogie, funk, sintetizadores y AOR adulterado, en la fantasía de noches satinadas sin final cruzando las avenidas salpicadas de neón de una metrópoli japonesa solo posible en la imaginación (ni siquiera en el recuerdo) que se antoja como una forma ideal de escapismo en un mundo cada vez más incierto y hostil. La figura de Taeko Onuki –su apellido también aparece escrito como Ohnuki en las portadas de sus primeros discos y muchas otras fuentes, según la transcripción romaji de 大貫妙子, aunque ella lleva décadas utilizando la versión sin hache– parece ajena a esa burbuja hedonista y cosmopolita (en términos de sonido, pero sobre todo en cuanto a su espíritu e intenciones). Sin embargo, su música desagua en ese caudal inagotable de pop fascinante y ganchos perfectos que muchos y muchas descubrimos con un recopilatorio imprescindible, “Pacific Breeze. Japanese City Pop, AOR & Boogie 1976-1986” (Light In The Attic, 2019).
Conforme se fueron sucediendo a lo largo de los 70 y los 80, los discos de Onuki delataron la intención de acercarse cada vez más a su verdadera voz. Es un viaje que va de la influencia inevitable del jazz pop norteamericano hacia formas más clásicas y estilizadas, abiertas a la chanson, la canción italiana, la bossa nova o incluso la samba, y que desemboca en un tecno-pop de colores vivos forrado en charol. En cada una de esas versiones de sí misma, Onuki brilla como cantante y compositora, pero también como una letrista irresistiblemente original.
Algunas de sus canciones abarcan el amor, el desamor y sus espacios intermedios, pero muchas otras hablan de la ciudad como un alud de cemento que lo engulle todo, definiendo los colores de la tristeza a través de escenas cotidianas, parques, cafeterías y un laberinto de calles solitarias. En ellas persiste el deseo irrenunciable de escapar lejos para poder respirar. O el capricho de dejar volar la imaginación para recrearse en personajes de ficción de películas, tebeos y novelas.
Taeko Onuki nació en 1953 en el distrito Suginami de Tokio. Su padre había pertenecido a la Unidad de Ataques Especiales del ejército imperial (las shimbu-tai, famosas por ser las responsables de los ataques kamikaze de las fuerzas aéreas y la marina), y logró sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial. Taeko empezó a escuchar la Far East Network, la estación de radio de las bases militares estadounidenses en Japón, y se obsesionó con The 5th Dimension, The Mamas & The Papas y Carole King siendo una adolescente, cuando empezó a cantar en bandas con compañeros de clase del instituto. Años más tarde conoció al guitarrista Tatsuro Yamashita y juntos formaron Sugar Babe con Kunio Muramatsu (guitarra y voz), Akihiko Noguchi (batería) y Kikuo Wanikawa (bajo).
Sugar Babe apenas duraron tres años y solo sacaron un disco, titulado lacónicamente “Songs” (Niagara, 1975), pero su huella marcó buena parte del sonido nipón de los 70, nutriendo la eclosión del city pop a finales de la década. Frente al hard rock imperante en los gustos de la juventud de las ciudades japonesas en aquel momento, Sugar Babe recogieron los sonidos más suaves del pop y el soul norteamericanos de los 60 y los 70, mezclándolos con escalas orientales, siguiendo la estela de grupos como Happy End y Tin Pan Alley.
Onuki consiguió un contrato para un primer álbum en solitario, “Grey Skies” (PANAM, 1976), que en gran medida recaló en las mismas aguas que Sugar Babe: un pop detallista y empapado de jazz y soul, llevado en volandas por los arreglos de viento y cuerda, ideados por la propia Onuki con Ryuichi Sakamoto y Haruomi Hosono cuando ellos ni siquiera se habían embarcado en Yellow Magic Orchestra. Fue la primera de muchísimas veces que trabajarían juntos en los discos de ella. Y pronto aquella conjunción de talento sobrenatural dio muestras de algo todavía más grande en “Sunshower” (PANAM, 1977).
Taeko Onuki y Ryuichi Sakamoto compartían la fascinación por todo lo europeo, en especial por las películas de la nouvelle vague y sus bandas sonoras, en contraste con una sociedad japonesa que en su mayoría estaba completamente deslumbrada con la cultura y el imaginario de Norteamérica. En el Japón de aquel momento, aquellos gustos eran algo incluso extravagante, pero ella se recreó en esas referencias para componer las canciones de uno de sus discos más conseguidos, “Mignonne” (PANAM, 1978). Sin embargo, como la misma Taeko confesó al periodista Patrick St. Michel para la Red Bull Music Academy en 2017, acabó detestando aquel álbum por culpa de su productor, Eji Ogura, un crítico musical que había puesto a parir sus discos anteriores, que por alguna razón acabó encargándose de “Mignonne” y que insistió en todo tipo de cambios hasta hacer irreconocibles las canciones a ojos de Onuki. Con todo y con eso, el álbum es una maravilla.
A pesar de ese torrente de referencias francesas en los recursos sonoros y el alma de las canciones, “Mignonne” sigue amarrado a esa mezcla de jazz pop, soul y funk con cierta sensibilidad japonesa, pero más emparentado con el pop norteamericano de aquel momento que con otra cosa. Hablando con Kenichi Makimura, que ya había trabajado en los dos primeros discos de Mariya Takeuchi y que acabó produciendo “Romantique” (RCA, 1980), se dio cuenta de que su voz, más aguda y mucho menos ampulosa que la de la mayoría de las cantantes americanas, no acababa de encajar en ninguno de sus tres primeros discos porque necesitaba otro decorado, otro tono y otro registro.
La grabación de “Mignonne” había sido tan frustrante que Onuki ni siquiera quería que el álbum viera la luz. Cuando lo hizo y resultó ser un fracaso comercial, Taeko estuvo a punto de dejar la música. Pero entonces llegó “Romantique”, grabado entre Tokio y París, abriendo una trilogía que completan otros dos discos increíbles, registrados también entre las dos ciudades, “Aventure” (RCA, 1981) y “Cliché” (RCA, 1982). Apoyada por lo que ya era la formación de Yellow Magic Orchestra, que llegó a convertirse en su banda durante esos años, Onuki descubrió los sintetizadores y las cajas de ritmo, pero insistió en proteger sus ideas y preservar su propia personalidad en las canciones, impidiendo que el aura de Yellow Magic Orchestra las fagocitara.
Para alguien que siempre había soñado con ver mundo (de hecho, Onuki acabó escribiendo columnas sobre viajes para una revista mucho tiempo después), la música también se convirtió en una manera de desplegar el atlas: dejándose imbuir por las grandes melodías de las canciones francesas e italianas de los 60 y los 70, mezclando teclados y ritmos sintéticos con guitarras acústicas, percusiones orgánicas, mandolinas y acordeones, y atreviéndose hasta con la samba.
Aquellos anaqueles repletos de souvenirs sonoros marcaban un contraste claro con la tónica general del city pop a principios de los ochenta, mucho más preocupado por sonar sexi, clavar estribillos imborrables y engordar el groove que por otra cosa.
Taeko Onuki y Ryuichi Sakamoto son amigos desde hace más de cuarenta años, cuando coincidieron en la grabación de “Grey Skies”, y han continuado trabajando juntos durante todo este tiempo en muchos de los discos de ella, a los que Sakamoto ha contribuido fundamentalmente como arreglista. En aquella entrevista para la Red Bull Music Academy, Onuki reconoció que el favorito de entre todos sus discos es “Lucy” (Eastworld, 1997), precisamente porque lo grabó con Sakamoto (que en aquella ocasión coprodujo junto a Arto Lindsay) en un momento en que él ya estaba completamente centrado en sus composiciones para piano. Una concesión al pop por parte del maestro de Tokio que convierte ese álbum en una joya rara: un flashback veinte años atrás, cuando Onuki y él idearon juntos algunas de las canciones pop más fabulosas y perfectas, que aún hoy suenan futuristas, pero también llenas de una elegancia fuera del tiempo, difícil de explicar.
“Lucy” supuso una de las últimas oportunidades que Onuki tuvo de volver a trabajar con Sakamoto, aunque se reencontraron trece años después en “UTAU” (Commons, 2010), un proyecto para piano y voz. También fue uno de los últimos discos en que utilizó máquinas, puesto que ella cree que cuando era joven su voz empastaba mejor con los ritmos sintéticos porque tenía menos bagaje, menos información y estaba más limpia. ∎
Prácticamente indistinguible del sonido suave y soleado de Sugar Babe, “Toki no Hajimari” se eligió como el corte que abriría “Grey Skies”, fletando la andadura en solitario (que no sola) de Taeko Onuki, que ya contó con Ryuichi Sakamoto y Haruomi Hosono como arreglistas y músicos de sesión para ese disco. Tan dulce como un dorayaki.
Se me ocurren pocas formas más asombrosas de arrancar un álbum que con esos trombones. Las baterías y las congas estallan como serpentinas, la guitarra eléctrica ribetea como el brillo del sol sobre el cabello rubio y la voz de Taeko (que nunca llegó a gustarse en esta toma ni en ninguna de las otras de “Sunshower”) infla una melodía tan eterna como ese verano que siempre llevaremos dentro.
Si no es su mejor canción, está demasiado cerca de serlo. Sería extraño que no hubiese sonado en algún taquillazo de yakuzas de la época, por ese aire detectivesco y noctámbulo, pero seguro que lo hizo en los bares del distrito de Shinjuku a altas horas. Y es en mitad de la madrugada cuando se oye la súplica de un corazón roto en las voces del coro (rara concesión al inglés en un único verso): “Lord, give me one more chance”.
Un irresistible cóctel de pop, boogie, funk y coros impagables que merece rivalizar con “4.00 AM” como el mejor corte de “Mignonne”. Como en muchas de sus otras canciones, Onuki esquiva los tópicos románticos para hablar de otras formas de amor: esta es la historia de un chico enamorado del mar, que va a la playa el último día de las vacaciones para despedirse, soñando con soltar las velas y navegar.
Si Tokio es una de esas ciudades que nunca duerme, este podría ser su himno de madrugada. Tiene uno de los mejores estribillos que Onuki ha dado nunca y sus estrofas se llenan de escenas de medianoche: amantes que caminan abrazados, iluminados por las farolas, fiestas que acaban y otras que empiezan y chicas a punto de vomitar en el asiento de atrás de un taxi.
Los acordes de sintetizador y piano Rhodes sobre los que se mece esta canción, una de las más bonitas de entre todas las que Taeko Onuki y Ryuichi Sakamoto hicieron juntos, podrían pararte el corazón. Parece una nana sobre la distancia insalvable entre dos amantes, pero la batería de Yukihiro Takahashi no tarda en entrar, haciéndola crecer y convirtiéndola en un monumento pop que sigue sonando igual de fascinante más de cuarenta años después.
La balada que abre “Cliché” hará que se te encoja el estómago cada vez que suene, sin importar el momento ni el lugar. Es una de sus mejores tomas vocales: en ella Onuki logra desplegar todo su rango de voz, del susurro sobre acordes delicados a las partes más ampulosas, exquisitamente arregladas con cenefas de piano y cuerdas por Sakamoto.
Vanguardista y luminiscente, pero anegada por la melancolía, esta fantasía MIDI no podría ser más sugerente. Desde esas notas de sintetizador como de cuento que la abren a los acordes de algo parecido a un clavicordio que suenan durante unos segundos hacia el final, pasando por ese suntuoso solo de saxo, todo en ella parece estampado en tonos de un malva brillante.
Un zafiro de tecno-pop reflectante, donde los ritmos sintéticos rebotan como bolas de pinball. Una vez más, la alianza entre Onuki y Sakamoto da muestras de una imaginación desbordante en un tema que habla sobre apuntar al cielo nocturno con el dedo y rendirse ante la belleza de las estrellas. Onuki lo grabó para un programa de la NHK (la cadena de televisión pública japonesa), como el resto de “Cahier”, que combinaba versiones orquestales y acústicas de temas pasados con maravillas inéditas como esta.
En “Cliché” (1982) ya había un tema dedicado a Peter Rabbit y más tarde grabaría otros inspirados en la Alicia de Lewis Carroll o el Momo de Michael Ende para “Comin’ Soon” (1986). Pero Onuki eligió al entrañable periodista y aventurero profesional creado por Hergé para construir este hit certero que daba comienzo a “Copine”. Un derroche de pop vertiginoso repleto de teclados trepidantes, ritmos implacables y un bajo delirante que te hará perder la cabeza. Por si todo eso fuera poco, también tiene cierta conexión espiritual con “Milú” de Esclarecidos.
Oficialmente es su disco de culto y principal valedor de la revalorización de todo el material de Taeko Onuki que existe en el mercado de reventa. Y no es difícil entender por qué: todo en él es una fiesta al atardecer a finales de julio donde el soul, el funk y el pop sofisticado chocan entre suculentos arreglos de metal y cuerdas, la batería de Chris Parker (Stuff) –que voló expresamente a Tokio para grabar el álbum– y solos de guitarra inolvidables.
Hay guiños a Stevie Wonder y Todd Rundgren, pero sobre todo una frescura imposible de impostar, una ingenuidad deslumbrante, con letras sobre el exceso de medicación en el Japón de aquel momento (“Kusuri Wo Takusan”), la necesidad de borrarlo todo para empezar de nuevo (“Nani Mo Iranai”) o los bosques de algas del mar de los Sargazos.
A pesar de que Onuki acabó aborreciéndolo, “Mignonne” llevó aún más lejos los logros de “Sunshower”, del que es una especie de reverso nocturno: más elegante, misterioso y sensual. Pero también más triste, aunque parezca difícil de creer por el modo en que cosas como “Jajauma Musume”, “Lidasenakute”, “4.00 AM” o “Umi To Shonen” hacen que se te vayan los pies. Eso sí, el disco tampoco va falto de medios tiempos. Y quizá ese equilibrio explica por qué funciona tan bien.
Las hojas de créditos de “Sunshower” y de este álbum son como un Rock’n’Roll Hall Of Fame del pop japonés (de Yellow Magic Orchestra a Tin Pan Alley, pasando por Happy End), por no hablar de los incontables músicos de sesión de la escena jazz de Tokio de finales de los 70 que se pasaron por el estudio. Sin embargo, y a pesar de los supuestos destrozos de Eji Ogura como productor, el mayor mérito sigue siendo de Onuki: son sus canciones, su voz y su presencia.
Harta de no acabar de encontrar el tono adecuado para su voz en el envoltorio de sonidos de coctelería de sus tres discos anteriores, Onuki dio un giro hacia un pop más moderno pero de hechuras clásicas que, paradójicamente, marcaría el inicio de su búsqueda hacia un sonido más vanguardista. Fue un cambio de tercio que también eligió mirar a Francia, Italia e incluso Brasil para ignorar el influjo de la música norteamericana que tanto la había marcado hasta entonces.
El impacto de la muy Yellow Magic Orchestra “CARNAVAL” es imposible de borrar: una cabalgada de sintetizadores y baterías hacia el infinito, plagada de formas geométricas y brillos plateados. La espectacular “Dikeido・Naito” y la preciosa “Ame No Yoake” se suceden en una secuencia en la que caben bossa nova mezclada con chanson (“BOHEMIAN”, “Shinkiro No Machi”, que, de hecho, es una versión de un tema de Sugar Babe), baladones over the top (“Wakaki Hi no Boro”, “Hatenaki Ryojo”) y hasta una samba japonesa (la inolvidable “Futari”).
Por cierto, el fotógrafo que la retrató para la portada de este disco, Masayoshi Sukita, también se encargó de fotografiar a David Bowie para la de “Heroes” (1977). Sí, todo en “Romantique” es bastante icónico.
El más juguetón y desenfadado de sus discos, y el final de la trilogía francesa que comenzó con “Romantique”. Su intención nunca fue saquear los sonidos europeos gratuitamente, sino lograr reproducir su elegancia desde lo wasei (hecho en Japón) para albergar otro pop. Y la verdad es que eso es exactamente lo que es “Cliché”: pop como nunca lo habías escuchado.
La primera mitad, arreglada y producida por Sakamoto, supera a la segunda con canciones de muchísimos quilates como “Kuro No Claire”, “Shikisai Toshi” o la maravillosa “Labyrinth”. En ellas y en el resto del álbum Onuki domina el registro de voz que ya había elegido para “Romantique” y “Aventure”; más contenido, casi susurrado, inspirado en Brigitte Fontaine y Françoise Hardy.
Junto con “Copine” (1985), “Signifie” es su disco más tecno-pop. La culminación de años persiguiendo el pop del futuro. Un sueño de brillos iridiscentes que conjuga imaginación, perfección técnica y ambición comercial para regalar temas tan alucinantes como “Natsu Ni Koisuru Onna-Tachi”, “Genwaku”, “Signe” o “Teddy Bear”.
El gusto por lo europeo sigue presente en “Lucrezia”, “Anya” o “Siesta”, cortes que aportan riqueza orgánica a un sonido que por lo general suena a plástico y silicio. Y de qué manera: “Signifie”, como muchos otros discos de Onuki, podría valerse ante cualquier álbum mítico del pop occidental de las últimas décadas. Desde luego, merece la misma gloria. ∎