Cuando el arte de fabricar canciones (y hablo de canciones) más se debe a 45rpm circunstanciales que a una línea de trabajo continuada, toparse con una trayectoria tan fecunda como la de
The Smiths no es, a simple vista, muy usual que digamos.
De la mayoría de grupos actuales suele salvarse su primer disco, en el caso de que sorprenda su encarte, su cancionero o sus prerrogativas, que tampoco es muy habitual, pero pocos son los que se aventuran a dar más pasos atisbando objetivos claros y razonados, interesantes, creíbles, válidos… Y es que es muy fácil destacar en un mundo tan anodinamente mediocre como el que actualmente se da cita en la música de los 80, donde, a excepción hecha de escenas colectivas de las que puede llegar a extraerse algún beneficio aislado (mayormente en el submundo hardcore neoyorquino y escasamente en el revivalista NRA), pocos son los entes creativos que, surgidos en terreno de nadie (el pop británico no se ha caracterizado en los últimos años por una confluencia de caracteres unificados que valga realmente la pena; eso empieza a gestionarse ahora), obtengan frutos señalados y remarcables. No obstante, la ciudad de Mánchester parece un lugar abonado por ello. Para referirse a Joy Division-New Order, The Fall –¿por qué no a Durutti Column, Buzzcocks o Magazine?– y, ahora, a The Smiths, hay que emplear forzosamente palabras mayores. Ninguna otra ciudad británica ha conseguido vender tantos buenos nombres en un espacio tan relativamente corto de tiempo. La acongojante saga Ian Curtis o la coherente disformidad impulsiva de Mark E. Smith tienen en la maestría lírica de Morrissey su contrapunto ideal para establecer un triángulo perfecto en el que puedan quedar colmadas todas las inquietudes y/o sensaciones que un oyente hábil y nada dogmático intente buscar en la música más o menos “moderna” como manifestación artística a la vez que visceral.
El caso Smiths, de todas formas, es el que más dudas plantea al respecto. Eso de conseguir la fama de un modo tan rotundo (en UK son auténticos ídolos populares) no impide, más bien lo contrario, que haya posturas encontradas a la hora de definirles musicalmente. La voz de Morrissey es demasiado especial para dejar indiferente a la concurrencia: o repele inevitablemente con un odio creciente o complace sin mesura. A partir de ahí, poco importa que la guitarra de Johnny Marr sea el mejor mástil británico del momento, que el bloque rítmico no se resquejabre o que las melodías del grupo sean de una sutileza que cohíbe el ánimo.
Con Morrissey, no es un secreto, hay muchos que no pueden. Bien, resulta comprensible y hasta incluso correcto siempre que esos razonamientos negativos se circunscriban al ámbito de la recepción auditiva, nunca a componendas alejadas del factor propiamente vocal o, por extensión, musical.