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Firma invitada / Acordes híbridos

Si una noche una viajera

23. 07. 2024

S

i una noche una viajera se encuentra en una ciudad desconocida o que juega a desconocer, debería recorrer las calles con el oído atento por si descubre el hilo de la palpitación de una batería o de una guitarra que aúlla. Si esa noche la viajera percibe ese hilo sonoro, debe seguirlo por el laberinto de calles extrañas hasta el lugar del que sale. Y entrar en él, aunque su boca parezca la del mismo infierno, aunque tenga alrededor carteles arrancados como trozos de piel muerta –o precisamente si tiene carteles arrancados como trozos de piel muerta–, aunque guarde la puerta un cancerbero con venillas eléctricas en los ojos y músculos de tigre. Aunque haya todo esto y más, la viajera debe entrar. Encontrará aquello que no sabía que buscaba. Se subirá en las alas de esa música, milagro húmedo y recién nacido, para volar sobre la ciudad desconocida o que juega a desconocer y empezar a pertenecer a ella.

La viajera habrá llegado tan solo unas horas antes a la estación de tren de la ciudad. En el útero metálico de la máquina habrá atravesado campos empapados por la lluvia o de un amarillo ignífero, montañas y valles, bosques bailarines, mil y una estaciones y pueblos en los que no se ha detenido. En la estación de tren, habrá tomado un café. Y habrá pensado que Italo Calvino dijo que las máquinas de café, con sus chorros de vapor y sus silbidos, están emparentadas con las antiguas locomotoras. Lo escribió en “Si una noche de invierno un viajero” (1979), un título que la viajera está utilizando para escribir su propio viaje. El olor de ese café y todos los demás olores se le habrán mezclado en uno solo, el que tienen –dijo Calvino– todas las estaciones, que es el olor de la espera.

Antes de entrar en la boca por la que sale la música, la viajera habrá dejado su maleta en el hotel. A la viajera no le gustan demasiado los hoteles, pero se avergüenza de decir esto porque sabe lo que significa y por eso no lo dice pero lo escribe. La viajera ha estado en hoteles que tenían las toallas rotas y solo una pastilla de jabón del color de la mantequilla pasada, y en hoteles que tenían zapatillas bordadas al pie de la cama. No importa. Para la viajera los hoteles apenas existen, aunque conoce bien sus neveritas que ronronean toda la noche, duerme sobre sus almohadas ajenas y desayuna en sus comedores animados por música de clínica dental. La viajera recuerda que Leila Guerriero habla de la “soledad frígida” de los hoteles en una columna titulada “Postal ciega”. Así son también para ella esos hoteles en las ciudades o pueblos a los que viaja sola, por trabajo. Un verso de Paul Celan dice: “No dormimos más, pues yacíamos en la maquinaria del reloj de la melancolía”. Y es lo que le pasa a veces a la viajera en esos hoteles en los que está sola. Así que prefiere salir a las ciudades y recorrerlas.

La última vez, la viajera se había levantado a las cinco de la mañana para coger el tren, pero al llegar al hotel cayó una noche como un terciopelo lleno de brillos y decidió salir, igual que una gata inquieta. Entró en una boca de la que salía música y se encontró en un sitio que conocía bien, porque había estado muchas veces. Sabía que esa boca llevaba a un vientre como de catacumba romana. Ramón del Solo y Miguel López, de la Moratalaz Blues Factory, le habían descubierto ese lugar.

La Coquette, en el estómago de la ciudad, es un bar que parece un secreto. Desde la primera vez, a la viajera le habían gustado sus bóvedas de ladrillo apenas iluminadas, sus mesitas atiborradas de cervezas y de pipas de girasol. Le había gustado esa cripta en clave de sol, con sus músicos al fondo, haciendo su magia. Guitarras, bajo, saxofones, trompetas, batería, armónicas. Resulta que la viajera se había pasado algunos años persiguiendo a una música de blues que tocaba la batería y la armónica, a Big Mama Thornton. La viajera, que también es escritora, había invocado a ese fantasma para escribir sobre él. Entra en mí, oh, presencia.

Big Mama Thornton había tocado en muchos sitios como ese en el que estaba la viajera. Lo había hecho al principio, cuando nadie la conocía, pero también en otros momentos de su vida, cuando pocos la recordaban. Todos los músicos saben que es muy difícil pasar de tocar en un bar a hacerlo en un teatro o en un estadio, pero mucho menos regresar al punto de partida. Ni tu música es peor ni tú eres peor, es solo la Rueda de la Fortuna, que a veces encumbra y otras entierra. Pase lo que pase, esos pequeños locales y su boca musical siempre están ahí, esperándonos. Son la salvación del frío de los hoteles y el puerto de las almas perdidas en ciudades de paso. ∎

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