ay algo casi enternecedor en el compromiso de algunos restaurantes con la música; un compromiso que no depende de la calidad de los platos ni del lujo del local y que, como una maldición de Stephen King, persigue a cualquier infeliz que caiga en sus garras. Es el suplicio de la playlist que se repite en bucle gracias a la crueldad de hosteleros que creen que el murmullo de las conversaciones civilizadas es de mal gusto, o que sus clientes son unos cafres cuyos sonidos de masticación y regüeldos hay que ocultar a base de decibelios.
Supongo que cualquier artista que oiga alguno de sus temas en esos lugares será consciente de que no ha sido seleccionado por sus méritos líricos, sino porque evita que se escuche cómo la gente sorbe los fideos. De eso sabían mucho Liberace y Richard Clayderman, dos hombres, todo hay que decirlo, más escuchados entre mejillón y mejillón que en salas de conciertos.
Por supuesto que el volumen debe ser alto. Así se consigue ese curioso fenómeno por el cual las conversaciones que la música debía ocultar van subiendo de tono hasta que la cena de empresa suena como una trifulca en la cárcel y dos parejas celebrando un cumpleaños, la banda sonora de un aquelarre. La teoría de que los españoles aúllan como posesos en los restaurantes para lograr hacerse entender por encima del volumen de la música no parece tan descabellada.
Es como un castigo. Uno se sienta, da el primer sorbo de cerveza (el único que vale la pena) e irrumpe Shakira con “La bicicleta” o lo más apolillado de Mecano. A partir de ahí todo va cuesta abajo. Puede acabar con una versión para piano y orquesta de Nirvana: “Smells Like Teen Spirit” en modo ascensor o con lo que el algoritmo de Spotify elija al pulsar la entrada “Música para cenar”, tipo “19 días y 500 noches”. La única esperanza es que todo acabe cuanto antes o agarrar una buena cogorza.
Se podría entender en un chiringuito de playa –el imperio de las versiones “máquina total” de “California Dreamin’” o de Alan Parsons– o en uno de esos locales supuestamente cool donde endosan bocadillos de aguacate y huevos benedictine rancios a turistas despistados, pero lo que llena de melancolía es que ocurre lo mismo en locales con pretensiones, de los que esferifican las gambas o le ponen tomillo-limón a todo a precios solo aptos para élites meritocráticas y magnates del ladrillo.
La cosa es tan grave que el compositor Ryuichi Sakamoto tuvo que negociar con su restaurante favorito, el Kajitsu de Nueva York, un pacto fáustico: seguiría yendo a comer, pero la música la pondría él. La lista aún está colgada y es elegante y coherente para cualquier actividad relajada que no sea comer. La música pega con muchas cosas; con planchar e ir en bicicleta, conducir, animar al Barça y probar suerte en los lances del amor, pero abomina de la masticación de todo lo que no sean cacahuetes salados en la barra del bar. El restaurante acabó cerrando, pero seguro que no fue culpa de Sakamoto, que hizo lo que pudo.
Cuesta entenderlo, pero el gremio de la restauración le tiene pánico al silencio. O, mejor dicho, el derecho al silencio de sus clientes le importa un bledo. Solo eso puede explicar que un templo gastronómico como Mugaritz (dos estrellas Michelin) obsequie a sus sufridos comensales con una lista propia en la que pueden escucharse temas como “Patatas cocidas en arcilla gris” y “Cocido de carrilleras y tripas de bacalao”. La experiencia puede cortar la digestión al estómago mejor blindado.
Por la música hay que huir de un buen número de restaurantes, pero también de esos bares supuestamente “musicales” que solo el alcohol puede hacer soportables; de las playas y las piscinas y de la mayoría de los espacios públicos donde el derecho a no escuchar música ha dejado de existir por culpa de depredadores armados de teléfono y altavoz portatil y de músicos callejeros que enchufan cualquier cosa a un bafle para tocar el “Bella ciao” mientras los carteristas merodean ante la Sagrada Familia.
En mi bar favorito escuchamos a veces “The Boatman’s Call” de principio a fin. El ambiente no se satura de estímulos llamativos y la música no se impone a las conversaciones. Pronto desapareceremos tanto él como yo. ∎
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