Diez años después de “Técnicas de iluminación” (2013), Eloy Tizón (Madrid, 1964) vuelve a publicar una nueva colección de relatos. No, no se prodiga mucho el escritor madrileño: “Plegaria para pirómanos” es su cuarta entrega de cuentos tras el citado y “Velocidad en los jardines” (1992) y “Parpadeos” (2006): cuatro ramilletes de cuentos en cuatro décadas.
El acontecimiento es, pues, de los que no se pueden (ni deben) ignorar. Hay pocos escritores capaces de atrapar la rareza y la extrañeza de nuestro mundo con la maestría de Tizón, de rizar el rizo con mano firme en perfectas piezas de cámara que nunca sabes qué derroteros van a tomar durante su desarrollo.
En los nueve relatos de esta entrega –por los que aparece y desaparece la misteriosa figura de Erizo– nos sumergimos en la metaliteratura en el inaugural “Grafía” –“una llovizna”, reconoce el autor, de citas extraídas de Malcolm Lowry, Ursula K. Le Guin, Julio Cortázar y Franz Kafka, entre otros ilustres– para luego desmenuzar las grandes pequeñeces de la cotidianidad y el paso del tiempo en la maravilla de “El fango que suspira” (“¿Qué fue de Baby Jane? Nadie contesta, está en venta el jardín de los cerezos, Alicia ya no vive aquí, Peggy Sue se casó”) y, acto seguido, destilar el nudo en la garganta de la amistad y las ocasiones perdidas en un “Agudeza” extraordinario.
Por las páginas de “Plegaria para pirómanos” se entrecruza lo cotidiano (fijado con un fino sentido del humor apuntalado en precisas referencias que van de lo pop a lo culto) con lo inesperado: son los meandros de la vida, ese río más o menos tranquilo que nunca se sabe en qué momento va a cambiar de curso, secarse o desbordarse.
Los relámpagos de una relación angustiosa (“Anisópteros”: “Estoy bien, centrada, voy mejorando, tú mismo lo has dicho antes (…) No paras de equivocarte todo el tiempo, Magnes, eres increíble. Vives de error en error. No es culpa tuya (…) Todos somos seres equivocados y no importa que lo seamos, Magnes, eso es lo horrible y también lo más hermoso”) y una pesadilla de guerra (“Cárpatos”) anteceden a la virguería final, “Confirmación del susurro”, una carta de Leonard Cohen a su amada Marianne (“¿Qué había que entender? Nada. Nunca hay que nada que entender. Con suerte, se vive y eso es todo. Cuando se puede o nos lo permiten”) que aglutina, sin que el nombre de Cohen aparezca en ningún momento, el crepúsculo del bardo canadiense, perfecto cerrojazo a un libro breve e inmenso que, como las mejores obras de arte, no se agota en la primera lectura. ∎
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