Es la de Anna Andreu una ligereza de lo más seductora. Agridulce, algo inquietante si nos ceñimos a sus textos, que aquí juegan con la idea de encontrar la medida justa, el equilibrio entre lo deseado y lo logrado, ese punto exacto de cocción y de equilibrio con el que regir cada aspecto de nuestras vidas y dominar el frágil control de nuestros impulsos, pero de un magnetismo inapelable en las ocho canciones y solo 21 minutos que dura este segundo disco. Lo bueno, si breve… aquí no hay grasa ni empalago, desde luego. Y sí ganas de darle al replay.

Su propuesta se ha estilizado, y suena ahora igual de elegante pero más vaporosa y levitante que en el también magnífico “Els mals costums” (2020). Es como si sus canciones se hubieran esponjado. Suenan algo menos tradicionales, con mayor protagonismo de los teclados y menos de las guitarras.

Tan solo la inaugural “Penyora” podría recordar en algo a Maria del Mar Bonet por tesitura vocal. U “Hores per dies” a esa tradición que tan bien remozan Maria Arnal i Marcel Bagés. Porque “La certesa”, punto álgido del disco por lo bien que fluye (no hay más que ver cómo triplica en reproducciones de streaming a casi todas sus compañeras de minutaje), se arrima mucho a las texturas frecuentadas por El Petit de Cal Eril. Por algo repite Jordi Matas a la producción. Y Ferran Palau, otro alquimista del “menos es más”, presta su voz a la sentida “Un son”. Es un producto muy Hidden Track, en todos los sentidos. Con todo lo que tiene de marca reconocible.

A sus 34 años, la de Sant Quirze del Vallès está perfilando junto a la violinista Marina Arrufat (responsable de percusión, coros y teclados) un cancionero ejemplar, casi a una eternidad estilística de lo que estilaba como mitad de Cálido Home, consolidando un discurso propio que en lo estrictamente vocal roza el prodigio, henchido de un vigor expresivo que no parece fruto de ningún esfuerzo, y en lo más formal rezuma sutileza, elegancia, sensibilidad y madurez para plasmar cualquier claroscuro vital. ∎