No es un debut exactamente, pero sí una gran sorpresa. Y la sensación del momento, y probablemente pujante durante todo el año, en materia de soul-pop. Con todos los matices: no estamos ante otro caso de revival mimético de los dorados sixties negros, y sin embargo hay un respeto y devoción encomiables a los fundamentos del género, con todos sus ganchos revestidos de nuevo brillo.

Lo importante es la rotunda personalidad de Brooke Combe y la belleza y emoción regia de su voz, sin exhibicionismos ni artificios. Una joven de 24 años que en su melena trenzada parece exhibir las más bellas raíces: es de un lugar cercano a Edimburgo, y sus abuelos con origen en Sierra Leona le inyectaron el amor por el sonido de la Motown. La tierra del pop escocés y el feeling y el movimiento de pies del northern soul, ¿cabe mejor combinación?

El talento es de Brooke Combe, y de su guitarrista Danny Murphy, que componen juntos la mayoría de las canciones. La clave está en James Skelly, el líder de The Coral, que ejerce de productor en todo el álbum. Pero no porque haya tomado el mando por completo o pretenda lanzar a una chica prometedora; muy al contrario. De hecho, las espléndidas guitarras que sustentan el álbum son de Murphy, James Skelly ni las toca, se limita a hacer coros en varias canciones. Y a garantizar un sonido cálido y natural, engalanado también por algunos arreglos de cuerda de Sean O’Hagan (The High Llamas). Además, Skelly también produjo el primer minielepé de Brooke Combe, “Black Is The New Gold” (2023), pero ninguno de los dos quedó satisfecho.

Ahora sí. Con Brooke lanzando esa pierna que no se sabe si es patada a moscones o invitación al baile, imponiéndose sobre los intentos previos de convertirla en otra figura tuneada, y dejando claro que ella va a estar en la liga de Michael Kiwanuka, Leon Bridges o Amy Winehouse (afortunadamente no trata de imitar a ninguno de ellos) y no en la de los artificios vocales y las poses prefabricadas, entrega un disco sin un momento de desperdicio. Diez canciones que pueden ser hits en la pista de baile, en el salón de casa y desde luego en el corazón de cualquier ser sensible a las melodías perfectas, a la pasión natural, a las guitarras twang y los riffs tan punzantes como elegantes, envueltos en coros, cuerdas y pianos como debe ser.

Canciones como “This Town” o “The Last Time” son un arrebato de excitación tan inmediato como permanente. Enamoramiento a primera escucha. En la cuidada secuenciación se inmiscuyen cadencias tan acústicas como rítmicas que pueden remitir a un Richie Havens, como en “Guilt”, con todas las diferencias de una producción que resulta eminentemente contemporánea, fresca, vivísima. Ese es otro arte: ¿cómo es posible que un tipo de melodías y estructuras tan reconocibles, con el típico ritmo saltarín de la Motown o el simple motivo de piano que la sustenta, den lugar a una canción tan estimulante y atrapante como “Lanewood Pines”? Pues ocurre.

Todo está cuidadísimo y en su punto justo, pero es sobre todo la voz de Brooke Combe, su forma de expresar con una convicción y una calidad aplastantes, lo que hace de “Dancing At The Edge Of The World” un disco redondo. Acompañada solo por una guitarra jazzy pero tajante, con la elegancia de The Style Council, puede hacer que la palabra malsonante suene a gloria en “L.M.T.F.A.”, que significa, y así lo canta, “Leave Me The Fuck Alone”. Ese rechazo implacable al ser tóxico y también la imploración por el amor deseado forman parte de la determinación y autoliberación que muestra Combe en unas letras sencillas y directas que encuentran soluciones de ahora para expresar problemas eternos, sin retorcer los fundamentos del pop: la inmediatez y la perdurabilidad mágicamente combinadas. ∎