Bajo
Suscripción
Esta es la crítica de “To Pimp A Butterfly”, escrita por Juan Cervera. El tercer largo del artista de Compton puso otro sólido pilar en el fastuoso edificio de la música negra, con el hip hop como cemento armado, pero añadiendo nuevos materiales en su construcción. Una cumbre de los primeros quince años del siglo XXI que situó al californiano en el cenáculo de los grandes. Por supuesto, mejor álbum internacional de 2015 según las listas publicadas en el Rockdelux 346. Escuchen “King Kunta”, también (nuestra) canción del año.
El año pasado finalizó con la inesperada resurrección de D’Angelo vía “Black Messiah”, un potente potaje de la mejor tradición de la música negra cocinado a fuego lento y con escasas concesiones a la galería. Un disco de combustión sosegada, enfadado y espiritual, que apelaba a las ricas vetas del pasado sin traicionar su dinámica contemporaneidad. Casi todo lo anterior puede aplicarse a “To Pimp A Butterfly”, tercer largo de un Kendrick Lamar Duckworth que ha rubricado una obra colosal –casi ochenta minutos– con la que entra definitivamente en el panteón de los grandes artistas afroamericanos del siglo XXI. Si en el anterior (y extraordinario) “good kid, m.A.A.d city” (2012) se dedicó a rastrear en su biografía en Compton para entregar un apabullante sonodrama sobre la vida en el gueto (y sobre cómo sobrevivir al letal magnetismo de sus “malas calles”), en su nueva obra el californiano amplía su lente poética para retratar todo un inmenso país, los Estados Unidos de América, que durante la (inicialmente) celebrada Era Obama ha visto cómo el racismo volvía a enseñar su cara más sucia y cruel.
Lamar empasta malabarismos verbales para retratar un territorio esclavo de la codicia, agrietado por la pobreza y prisionero de unos prejuicios que no disminuyen con el paso de los años. Y lo hace marcando paralelismos con su propia trayectoria vital, especialmente a partir de las ventas millonarias de su anterior largo, con las tentaciones del éxito, el peso agotador de la fama y el peligro de ser engullido por una industria corporativa capaz de reciclar los eslóganes más incendiarios en el último objeto de consumo de usar y tirar.
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