Un bonito brindis al sol. Homérico, dorado por la luz del crepúsculo (de los dioses), acreditado por la inabarcable estatura creativa de su autor, pero me temo que abocado a la intrascendencia. Hay dos factores que podrían justificarlo, más allá de que Neil Young, a sus 78 primaveras y sin suficientes camisas para lucir tantos galones, pueda hacer (por supuesto) lo que dé la real gana: la reivindicación de rincones no demasiado iluminados de su cancionero, desde 1966 a 2021 (ese es el arco temporal), y el brindarnos una suite de 48 minutos –grabada en directo, sin ruido del público– porque estos trece cortes son en realidad uno solo: un continuum que se vuelve a mear en los atomizados consumos del presente. Hay, además, un cierto eje temático que podríamos calificar de humanista (el paso del tiempo, la fidelidad a uno mismo, la promesa del hogar, la preservación del medio ambiente) y que perfectamente podría vadear esas casi seis décadas que separan la composición más antigua de la más nueva, y la verdad es que tampoco se me ocurren demasiados artistas vivos que sean capaces de unificar –en sonido y en espíritu– un temario tan desparramado en el tiempo. El concepto está ahí, y no es difícil empatizar con él. Pero más complicado es desentrañar qué es lo que realmente aportan, en qué modo embellecen, de qué forma estas versiones añaden significado, a veces ni siquiera significante, a cualquiera de sus originales. Las cotejo y no encuentro ni una sola que le añada una cota de emoción inédita a su plasmación primeriza. El capricho me recuerda, y disculpen la herejía, a ese disco relativamente reciente de U2 que ninguno queremos recordar. Aunque mentarlos en una crítica de un trabajo de Shakey parezca un sacrilegio.
Con la complicidad del productor Lou Adler y la aparición de Jeff Tweedy en los créditos del equipo técnico, el 45º álbum de estudio de Neil Young se limita a su vis más esencialista: voz, guitarra acústica, piano, armónica y –de vez en cuando– un órgano. Este último emerge en una “Mother Earth” que se desenchufa del corte original de “Ragged Glory” (1990) y en una “Mr. Soul” que se desentiende del nervio de la que abría “Buffalo Springfield Again” (1967). Son dos de las que varían con mayor claridad respecto a su versión original, como ocurre también con los canónicos rasgueos de guitarra acústica de “I’m The Ocean”, desprovista de la electricidad que supuraba en “Mirror Ball” (1996), o de “Don’t Forget Love”, la más reciente de sus elecciones porque data de un disco que no tiene ni tres años, con el piano desnudando el cierre de “Barn” (2021).
¿Revela toda esta austeridad instrumental una mayor cercanía, un tono más confesional, una confidencia a media voz que posiblemente quedara pendiente en algún rincón de su ánimo? No lo veo así. “If You Got Love”, más que reivindicable descarte de “Trans” (1982), me suena anémica bajo este tratamiento. Tampoco los otros dos rescates de Buffalo Springfield, las versiones de “Burned” y “On The Way Home”, restallan con la dinámica ternura de los originales. “When I Hold You In My Arms”, huérfana de su guitarra, pierde casi toda la emotividad que irradiaba en “Are You Passionate?” (2002), por mucha finura que aplique a las teclas de su piano, que también es protagonista en “Birds” y en “My Heart”: ninguna de las dos añade grandes matices a las que se escucharon en “After The Gold Rush” (1970) y “Sleeps With Angels” (1994), más allá de que los coros desparezcan, que no concurran elementos que alteren su sonoridad para revestirlo de honky tonk (aquel clásico tack piano) y que su voz suene ahora con la vulnerabilidad del ocaso. Son trece relecturas que suenan como una complaciente colección de huecograbados. Se miren por donde se miren. ∎
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