Pensar en Grecia es realizar asociaciones: el mar, el tzatziki o la arquitectura, entre muchas otras cuestiones estereotipadas. La arquitectura en mayúsculas, como ideal. Debido a la gran cantidad de imágenes que nos han llegado, podríamos desplazarnos virtualmente, a través de un leve pensamiento, a muchos enclaves icónicos de su cultura. De la idea construida de Grecia, o lo que resta de ella en nuestros días. Pensamos en la monumentalidad de la arquitectura proyectada en un fragmento, en una piedra, en un escombro: la ruina de un imperio. Pero más allá de los templos, de los teatros y de las construcciones colosales de carácter público, hemos dejado de observar las arquitecturas del mundo de lo doméstico. Cuando los modos de lo social se articulan no solo en lo cotidiano, sino en lo más íntimo de los espacios, que es donde verdaderamente se impregna el carácter de una sociedad.
Una casa griega, una buena casa, gozaría de espacios amplios, de un patio para ser atravesado donde encontrarse con los parientes y las visitas. El mundo en la planta baja es para la convivencia de lo visible: para los hombres. Sin embargo, si siguiéramos las escaleras hasta la primera planta, encontraríamos un lugar exclusivo para el disfrute del sexo femenino. Las mujeres de una casa –dueñas y, también, esclavas– compartían un espacio denominado “gineceo”. Reservado para sus labores, para el desarrollo de las jornadas, el lugar en el que compartir aquello que no era digno de dejarse ver en los espacios de la masculinidad. En una planta elevada sobre la planta designada para los otros; por encima pero invisible.
De ese gineceo imaginamos un espacio de intimidad y recogimiento, de encuentros, al igual que ocurre en la exposición “Los misterios del gineceo”, de Ana Pavón (Málaga, 1997), que exhibe en la Sala de Exposiciones de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Málaga. La joven artista transforma la sala, que es el espacio interior de un edificio, en un lugar aún más interior. Al entrar en ella, la atmósfera que nos inunda es la de un silencio de ensimismamiento, de intimidad, de sororidad. En las obras se observan elementos de los interiores domésticos que intervienen para atraernos hacia ese lugar de lo familiar: cortinas, trapos, mobiliario… Pavón plantea ciertos problemas espaciales para señalar los vínculos de su mirada. La disposición de los cuadros, conformados por algunos trípticos y polípticos, ayuda a ser seguidos en el recorrido del lugar. Estos trípticos, piezas horizontales consecutivas, casi aparecen como un friso. En esa secuencia visual, donde se repiten figuras femeninas similares, nos hacen asociarlos a otros elementos como los bajorrelieves inscritos en los tímpanos de los templos, en lo que se intuye la narratividad en lo secuencial. Pavón acierta a colocar a una altura superior poco frecuente la idea de ese gineceo: esa segunda planta superior obviada en las esferas de lo hegemónico.
La estrategia de la artista es la del ocultamiento visible, lo que no se alcanza a ver, para seducirnos con esas texturas domésticas. Pavón es conocedora de esa atracción que, en palabras de Georges Didi-Huberman en su conocido ensayo “Lo que vemos, lo que nos mira” (1992), es “de las cosas para ver de cerca y tocar de cerca, las cosas para querer o no poder acariciar. Obstáculos, pero también cosas de las que salir o en las que entrar. Es decir: volúmenes dotados de vacíos”.
Esos volúmenes, vacíos o no, se constituyen mediante el uso de formas pictóricas que aluden a lo textil, a paños y cortinas. Las tramas de los tejidos se superponen a otros cuerpos o formas que no alcanzamos a ver dentro del cuadro. Resulta esclarecedor que en el ámbito de la arquitectura también se denomina “paño” al muro de la fachada de un edificio. En el caso de Ana Pavón, los paños son los propios soportes de sus cuadros, donde pinta otros paños textiles para escondernos –o contarnos– algo. Esto aparece como una suerte de estudio metalingüístico de su poética. Aunque haya cortinas, su cuadro no es una ventana. Aquí es un paño, es una inscripción. ¿Cuánto puede durar ese ocultamiento? Lo que no vemos es lo que nos atrae por medio de lo que vemos; sin embargo, ignoramos que es ese gesto el que nos invita a mirar, a tocar un espacio interior.
La multiplicidad de formatos requiere que participemos activamente entrando y saliendo de cada tiempo pictórico. En las piezas que podemos encontrar tras pasar el peristilo, veremos unos elementos más íntimos donde se resuelve esa afectividad entre el espectador y la artista. ¿Son los espacios de la pintura lugares para el recogimiento, el encuentro del uno con el otro? ¿De lo íntimo con lo notorio? ¿De las cuestiones de lo común y lo público? La pregunta sería: ¿dónde quedan ahora esos espacios que, al igual que el gineceo, están limitados para unos pocos? Cabría realizarse muchas otras preguntas afines, ya que, como advirtió Didi-Huberman, “todos llevamos el espacio directamente sobre la carne.” ∎
Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.