Tres intentos ha necesitado Haruki Murakami (Kioto, 1949) para culminar un relato de juventud y la que ha sido, durante más de cuarenta años, su mayor espina clavada en términos creativos. “La ciudad, y sus muros inciertos” (1980) –la coma es fundamental– nació como una historieta para una revista literaria que le dejó tan insatisfecho que bloqueó su publicación en recopilatorios subsiguientes. Ni siquiera fue traducida. Solo un lustro después, decidió insuflarle nueva vida reescribiéndolo ampliamente en lo que acabó convirtiéndose en los capítulos pares de “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas” (1985; Tusquets, 2009). Aunque la historia no daba, según el autor, para una novela completa, decidió trabajar en dos hilos narrativos que discurrían en paralelo, hasta converger en un final de perfecta resolución que supuso su primer gran éxito comercial y de crítica. Pero perfeccionista como es, algo seguía sin cuadrarle, y llegada su madurez profesional, sin nada que demostrarle a nadie –polémicas del Nobel al margen–, decidió retomar la idea del relato y darle un extensivo refinamiento que lo ha acabado convirtiendo en su nuevo mamotreto de 560 páginas, “La ciudad y sus muros inciertos” (街とその不確かな壁 -“Machi to Sono Futashika na Kabe”, 2023; Tusquets, 2024; traducción de Juan Francisco González Sánchez).
Todo ello lo contextualiza –y justifica, de algún modo– en un epílogo raro de ver en su bibliografía. En él también explica que buena parte del impulso creativo le sobrevino en el pináculo del confinamiento, que a la postre le ayudó a encerrarse prácticamente sin salir de su estudio para agilizar la escritura de la novela. La crisis del COVID ya parece una cosa como del pasado, algo que ocurrió en otra vida y que no acabamos de creer que fuese del todo real, y es precisamente el trasfondo ideal para entender mejor este relato y sumergirse de lleno en él. Aquí, el protagonista es un chico de 17 años que viaja a una ciudad amurallada ubicada fuera del tiempo y del espacio para conocer el “yo real” de la chica de sus sueños. La misteriosa urbe está poblada por unicornios, solo se puede acceder a ella liberándose de su sombra y ahí se le es encomendada la tarea de leer sueños antiguos. Todo ello con una escritura jazzística, como a ráfagas de motivos repetitivos, a la que cuesta habituarse, pero una vez acomodado el viaje es un placer entre escenas surrealistas que entroncan con la literatura onírica japonesa y otras de puro surrealismo. Muy Murakami todo, en fin.
En el epílogo, el autor escribe: “Jorge Luis Borges dijo que todo escritor escribe fundamentalmente sobre lo mismo a lo largo de su vida, y yo añado que lo hace con todos los medios a su alcance para insuflarle nuevas y diferentes formas y apariencias a ese repertorio limitado de motivos de que dispone”. Y es que en “La ciudad y sus muros inciertos”, Murakami bascula entre la familiaridad embrujada y la extrañeza sobrenatural recurriendo a algunas de sus constantes más repetidas: el amor por el jazz y los gatos, bibliotecas que no son de este mundo y, sí, muros metafóricos y no tanto. Unos muros que levanta para subrayar el aislamiento y los despegados de la realidad que se sienten sus protagonistas, como la muralla de libros que Tamura, de “Kafka en la orilla” (2002; Tusquets, 2006) se construye para escapar de la realidad y sus vicisitudes, y tantos otros ejemplos parecidos dentro de su obra. Aquí, a la mejor manera murakaminiana, la ciudad (y sus muros inciertos) se edifica como metáfora de una relación y la subsiguiente pérdida. Una creación de dos enamorados hecha a través de una negociación mutua para dar con algo exclusivo del ámbito de la pareja que les mantenga verdaderamente unificados. ∎
Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.