Precede a este libro un largo cultivo del “serratismo” por parte de su autor, Juan Ramón Iborra, granadino de trayecto vital inquieto, con parada y fonda en ciudades como París y Barcelona. En esta última dirigió, en los años del cambio de siglo, el suplemento ‘El Dominical’ de ‘El Periódico de Catalunya’, y cultivó la entrevista de fondo, la que va más allá de hablar del disco, libro o película que el protagonista desee promocionar esos días. Hay en Iborra una voluntad de profundizar en las figuras y de capturarles el alma, también en su faceta de fotógrafo y, muy precisamente, en las páginas de este libro, en el que cruza la peripecia de Serrat con la suya propia.
Hablamos de un frondoso relato en primera persona, ensayo en el que se esmera por situar al trovador en su cambiante contexto histórico –ejercicio limítrofe al de Margarita Rivière en “Serrat y su época” (El País Aguilar, 1998)– entrecruzando vivencias propias e invitando a contrastar épocas: las precariedades y sordideces antiguas y las actuales, las migraciones que sufrió la aragonesa –de Belchite– Ángeles Teresa –madre de Serrat– y las que han oscurecido la percepción del mar Mediterráneo como fuente de vida y poesía. Pero, sin ser una biografía canónica ni alinearse en la liga musicológica de las obras de Luis García Gil, con quien conversa en los tramos finales, el volumen sigue el hilo de las sucesivas muescas discográficas y sus episodios inspiradores, contrastando su punto de vista con el de otros “serratólogos” –hay abundante trabajo de hemeroteca– y tratando de poner luz en algún que otro enigma: ahí está el rastreo de la “canción maldita” del cantautor, “La montonera”, publicada en 1978 en un remoto flexidisc del peronismo clandestino.
El solo hecho de dedicar hasta seis páginas a esta composición tal vez no vuelva loco de alegría a Serrat, que apenas ha querido hablar de ella a lo largo de los años. Pero Iborra se cuela en las rendijas del artista, linterna en mano, buscando las claves de asuntos todavía vidriosos como el del “La la la” eurovisivo, ahondando en su vínculo sentimental con las Américas, preguntándole cara a cara las razones de su larga fidelidad al PSC (en la última de tres largas entrevistas, fechadas en 1986, 1998 y 2003). Serrat aparece como símbolo de una España posible y por ahora tan solo esbozada a trancas y barrancas, soñada desde la noche franquista por aquel adolescente Iborra que, sito en Granada, movía cielo y tierra para hacerse con los discos en catalán publicados por Edigsa (si bien luego tacha con frecuencia a Serrat como “charnego”, una palabra desterrada en Cataluña desde hace décadas, que suele utilizarse como arma arrojadiza del anticatalanismo).
Del autor de “Cançó de matinada” y “Mediterráneo”, de “Me’n vaig a peu” y “Cantares”, destaca el “talante moral”, los valores que sitúan su obra en un plano distinto, entendemos que superior, a la de Julio Iglesias o Raphael. Una tesis comprensible aunque generadora de debate, seguro. Pero Serrat encarna un ideal de bonhomía universal, y de lealtad: lo están corroborando sus todavía recientes muestras de apoyo, muy a contracorriente, a su amigo Joan Ollé, director teatral que falleció después de haber sido señalado como acosador sexual por alumnas del Institut del Teatre (un caso que quedó en nada después de que algunas de ellas se desdijeran y se impusiera la falta de evidencias).
Nueve años más joven que él, pero mirando también de reojo el parte médico y viéndose a sí mismo como un “periodista enmudecido que hace años no tiene dónde escribir”, Iborra parece agarrarse a su figura y a su arte como alicientes vitales cuando, en las últimas estaciones de este libro tan sentido como meticuloso, subraya que Serrat tan solo se ha retirado de los escenarios, no de hacer canciones, y fantasea con un nuevo disco que, quién sabe, podría ver la luz en cualquier momento. A la postre, también es eso Serrat, una invitación a seguir abrazando la vida y, para un periodista tal vez desubicado, un empujón para volver a escribir. ∎
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