El estreno en cines de “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos” es la ocasión propicia para adentrarse definitivamente en los vericuetos del cine de Emmanuel Mouret, uno de los autores más constantes que ha dado el cine francés en las últimas décadas, heredero de una tradición romántica que se remonta a Diderot.
Emmanuel Mouret (Marsella, 1970), el más romántico de los franceses –que ya es decir–, sigue siendo un ilustre desconocido en nuestro país, y no se entiende que festivales como los de Sevilla, Gijón o el D’A de Barcelona no hayan subsanado el error con una retrospectiva que recoja la tupida obra de un cineasta que lleva más de dos décadas dando alegrías al otro lado de los Pirineos. “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos” (2020; en España, 2021) representa en todo caso la luminosa culminación de un estilo entregado a una literaria exploración de las injusticias del amor. En el universo del filme, plagado de triángulos amorosos y cambios de pareja, Cupido dispara sus flechas, sin tener en cuenta los daños colaterales.
En España tan solo se han estrenado dos largometrajes de Mouret, cuya trayectoria se inicia con el mediometraje “Promène-toi donc tout nu!” (1999), rodado en su Marsella natal, donde el propio realizador interpretaba al protagonista, interrogándose, siempre con humor y ligereza, sobre las inescrutables leyes del amor; algo que luego sería una constante en su obra. Nuestra azarosa vida sentimental se va trazando en función de todos esos encuentros y desencuentros, de todas esas decisiones más o menos afortunadas, que tomamos o que nos vemos obligados a aceptar, y Mouret, un obseso confeso del tema, disfruta explorando todas las posibilidades.
Tampoco hace falta retroceder a aquel mediometraje añejo para que el lector se haga una idea de su cine. Estrenada en Netflix, “Mademoiselle de Joncquières” (2018; titulada aquí “Lady J”) es una deliciosa película de época basada en una de las historias que se cuentan en “Jacques el fatalista” (1785) de Diderot. Y Mouret reconoce que la estructura de “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos”, construida a partir de todas las historias que se cuentan Niels Schneider y Camélia Jordana, está inspirada en la de esa misma obra de Diderot, que a su vez bebe de Cervantes y Sterne. Una estructura coral que el cineasta ya había ensayado en la más que notable “El arte de amar” (2011), su primera película estrenada en España.
Sobre las influencias, Mouret no esconde su devoción por cineastas como Mitchell Leisen y Ernst Lubitsch, o Rohmer y Truffaut, con los que tan a menudo se le compara: “Mi cinefilia se formó durante la adolescencia, cuando era estudiante; del cine de los años 30 a la nouvelle vague, y no me he movido mucho de ahí –explica–. Soy muy clásico, poco permeable a la actualidad, aunque me gustan mucho Hong Sang-soo o Noah Baumbach, pese a que no creo que tenga mucho que ver con lo de ellos. Está claro que, si hacemos películas, es porque nos han gustado otras películas. No creo que se puedan producir obras totalmente originales. Todo nace de diversas influencias, y lo que nos distingue es cómo las maridamos”.
Enredos amorosos que privilegian la palabra y que, en ningún momento, marean o se hacen plomizos, esa es otra clave del deslumbre que produce “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos”, más allá de la luminosa fotografía de Laurent Desmet, colaborador habitual desde “Changement d’adresse” (2006). “No sé cómo consigo esa ligereza, pero me alegro de haberla logrado. Dedico mucho tiempo al casting, y el humor también ayuda. Para filmar la palabra, buscamos maneras de evitar el clásico plano / contraplano, haciendo que los actores se movieran todo el rato, en una coreografía constante, muy trabajada, con muchas marcas. Nunca les doy indicaciones de orden psicológico. Lo que me interesa son las situaciones a las que se enfrentan”.
Mouret reconoce, sin embargo, que hay algo suyo en sus personajes, “ya que escribo el guion, y es a través de los diálogos como ellos desarrollan su pensamiento, aunque en mis películas siempre coexisten distintos puntos de vista. Para mí, el cine es el lugar de la duda y de la complejidad. Como la filosofía, es un medio con el que interrogar el mundo. Una película no te dice lo que has de pensar, sino que te da que pensar”. Y si seguimos hablando de filosofía, sale el nombre de René Girard, que tiene en la película una suerte de alter ego, incorporado por el periodista Claude Pommereau.
Girard acuñó la teoría del “deseo mimético”, según la cual este no nace de la atracción mutua que se produce naturalmente entre dos personas, sino por mediación de una tercera; el típico triángulo, la no menos clásica geometría asimétrica del amor: “Tu mujer, al ver que te deseo, podría volver a desearte”, le dice Camélia a Vincent Macaigne en la película. A desea a B que quiere a C. Con esta premisa se entrelazan los líos de una docena de personajes sobre los que planea, como en aquel primer mediometraje, la voz en off del director, narrador omnisciente.
Mouret deja lo feo, todo aquello que le disgusta del mundo real, fuera de sus películas. Sus personajes no son malvados, pero se debaten entre la lealtad que implica todo compromiso y la íntima necesidad de satisfacer sus deseos. “Como decía Renoir, ‘lo terrible de esta vida es que todo el mundo tiene sus razones’. Aunque intenten hacer el bien, acaban dañando al otro igualmente. No soporto que, en las películas, los personajes actúen deliberadamente mal, al menos que se trate de villanos realmente fascinantes, como los de Hitchcock o Mankiewicz. Vladimir Jankélévitch decía algo así como que todo el mundo intenta hacer el bien. Hasta los nazis intentaban hacer el bien, desde su punto de vista, claro”. ∎
Uno de los aspectos que más deleita de “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos” es que parece una obra de Diderot trasladada a la actualidad, donde los personajes carecen de servidumbre, pero siguen viviendo en “casoplones” y palacetes. No es la primera vez que una película francesa nos deja con esa sensación.
“Las damas del bosque de Bolonia” (Robert Bresson, 1945)
Todavía bajo la Ocupación, Bresson decidió trasladar a la actualidad de su tiempo la misma historia de Diderot adaptada por Mouret en “Mademoiselle de Joncquières”, aunque haciendo mayor hincapié en la venganza, e invocando la prostitución desde el título, con diálogos de Cocteau y a mayor gloria de la gallega María Casares, que había debutado ese mismo año en “Los niños del paraíso”, de Marcel Carné.
“Toutes les nuits” (Eugène Green, 2001)
Aunque neoyorquino de nacimiento, pocos directores hay tan franceses y bressonianos como Eugène Green, caído en desgracia desde que se quitó la mascarilla en San Sebastián en plena pandemia. Habiendo cumplido ya 50 años, debutó inspirándose en “La educación sentimental” (1869), el pequeño clásico de Gustave Flaubert, que traslada a vísperas de Mayo de 68, estableciendo las bases de su estilo estatuario.
“La belle personne” (Christophe Honoré, 2008)
La película que confirmó el magnetismo de Léa Seydoux, ambientada en las aulas de uno de los institutos más exclusivos de París, era en realidad una versión contemporánea de “La princesa de Clèves” (1678), de Madame de La Fayette, considerada como la primera novela histórica francesa. A Christophe Honoré se le ocurrió llevar a cabo esta peculiar versión después de que Nicolas Sarkozy pusiera verde la novela.
“Un hombre fiel” (Louis Garrel, 2018)
El “muso” de Honoré, Louis Garrel, debutó tras la cámara con “Les deux amis” (2015), para la que se inspiró de “Los caprichos de Mariana” (1833), una comedia de Alfred de Musset, mientras que para su segunda película partió de “La segunda sorpresa del amor” (1727), de Marivaux, al que ya había interpretado, junto a Isabelle Huppert, en una versión contemporánea de “Las falsas confidencias” (1737), sobre las tablas del Odeón. ∎
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