Por Manu Yáñez Murillo→
14. 04. 2023
“Scarlet” (2022; hoy se estrena en España), el nuevo ejercicio de cine poético del italiano Pietro Marcello, puede verse como el contrapunto tonal y anímico de “Martin Eden” (2019), la monumental adaptación de la novela homónima de Jack London con la que el cineasta de Caserta consolidó su aura de narrador heterodoxo (mejor película en las listas de cine de Rockdelux de 2020). En aquel filme torrencial y furioso, la ficción y las imágenes de archivo se imbricaban para radiografiar una Europa, la del siglo XX, que naufragaba entre la debacle cultural y el individualismo de aliento capitalista. Ahora, la delicada “Scarlet” no deja de testimoniar un pasado aciago –la acción arranca en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial–, pero la película escapa de la oscuridad para desplegar un relato a medio camino entre la oda paternofilial y la fábula romántica. En este entramado de afectos resplandece la devoción mutua que comparten un hombre viudo, Raphaël (un tosco y magnético Raphaël Thiéry), y su hija, Juliette (grácil Juliette Jouan, que debuta en la gran pantalla). El intercambio de complicidades y muestras de cariño entre ambos daría para una relectura francoitaliana de “Primavera tardía” (Yasujiro Ozu, 1949), pero el origen literario de “Scarlet”, que adapta el cuento “El velero rojo” (1923), del ruso Aleksandr Grin, impone un sesgo amoroso a través de la aparición de un misterioso aviador (un alelado Louis Garrel).
Hacia el principio de la película, una mujer mayor (Yolande Moreau), acusada de brujería, vaticina que la existencia de Juliette se verá trastocada por un príncipe que llegará surcando los cielos con “unas velas escarlatas”. Así es como “Scarlet” antepone un filtro mágico y fantasioso a su aproximación de raigambre realista a la Francia rural de posguerra, un escenario histórico que aparece atenazado por conflictos que perviven hoy en día (Juliette, a la que también llaman “bruja”, debe hacer frente a una misoginia que se expresa con descaro y brutalidad). Esta vinculación entre pasado y presente se ve enriquecida por la contraposición entre el refugio que encuentran padre e hija cerca de la naturaleza –viven del comercio con piezas de madera talladas por Raphaël– y el auge de una vida urbana marcada por el desarrollo tecnológico y los excesos materialistas. Echando mano de su memoria cinéfila, Marcello evoca la modernidad fulgurante del París de la época a través de los grandes centros comerciales que Julien Duvivier filmó en 1930 para “El paraíso de las damas”.
Marcello ha reivindicado en numerosas ocasiones el legado del documentalista armenio Artavazd Pelechian, cuya teoría del “montaje a distancia” promulga el empleo intermitente y recurrente de imágenes de fuerte calado simbólico. Adoptando este método, el director de “Bella y perdida” (2015) desperdiga por el metraje de “Scarlet” un conjunto de planos detalle de manos, estampas que acaban conformando el corazón alegórico de la película. No cabe duda de que Robert Bresson se hubiera deleitado con los desnudos encuadres que capturan el encuentro entre las manos de Juliette y Raphaël, aterciopeladas las de ella y endurecidas las de él, curtidas por el trabajo artesanal y por la participación en la Gran Guerra. Sobre estas imágenes, Marcello construye una cálida meditación sobre el transcurso del tiempo, reflejado sobre la existencia sufriente y esperanzada, dolorosa y feliz, de padre e hija.
Menos convulsa que las anteriores docuficciones de Marcello, “Scarlet” encuentra sus límites en el relativo desequilibrio entre sus partes, en cuanto que la odisea familiar de Juliette y Raphaël alcanza un cénit expresivo que el relato amoroso debe contentarse con mirar de lejos. Dicho esto, no debe desdeñarse la fuerza discursiva de la trama romántica, sobre todo si se atiende al ánimo transgresor que subyace en el retrato del supuesto “príncipe azul” de la historia, que es transformado en un personaje antiheroico, absolutamente pasivo, apenas un testigo casual del proceso de empoderamiento de Juliette. Más o menos inspirado, Marcello se reafirma como un historiador subversivo, un infatigable creador de deslumbrantes juegos de espejos entre lo pretérito y lo contemporáneo. ∎
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