La noche se revuelca en sueños febriles. Incluso el despertar es como un gélido escalofrío, y el paisaje, un sueño estático y crepitante que se resiste a disiparse mientras se va convirtiendo en día, parpadeando como un fluorescente mal conectado. Con este pasaje tan cinético, en el que podemos revivir esta sensación de paisaje estático y crepitante que se resiste a disiparse en las imágenes de “Aguirre, la cólera de Dios” (1972), “Fitzcarraldo” (1982) o “The White Diamond” (2004), comienza Werner Herzog (Múnich, 1942) su primera novela, que no su primer libro. Bien, de hecho, la empieza con una explicación del porqué de “El crepúsculo del mundo” (“Das Dämmern der Welt”, 2021; Blackie Books, 2022): en 1997 estaba en Tokio preparando el montaje de una ópera de Shigeaki Saegusa, “Chushingura”, y tras una situación muy incómoda, cuando, torpemente, declinó la invitación del emperador japonés a una audiencia privada, comentó que a quien le gustaría conocer era a Hiro Onoda. Siete días después se produjo el encuentro entre el autor y el protagonista de “El crepúsculo del mundo”.
No es extraño que este oficial de inteligencia del ejército imperial japonés, que hasta 1974 estuvo oculto en la la isla filipina de Lubang pensando que la Segunda Guerra Mundial no había terminado, atrajera tanto al cineasta alemán. Siendo real, como Fitzcarraldo, Lope de Aguirre, Cobra Verde, el “grizzly man” Timothy Treadwell o Dieter Diengler, el piloto germano-estadounidense capturado por el Vietcong a quien Herzog dedicó un documental –“El pequeño Dieter necesita volar” (1997)– y un filme de ficción –“Rescate al amanecer” (2006)–, Hiro Onoda termina siendo también un personaje cien por cien de Herzog, alguien sublevado con el mundo, relacionado de una manera profunda –aunque contradictoria– con la naturaleza agreste, relevante en su obsesión: negó la evidencia desde mediados de los años 60 cuando, a pesar de escuchar noticias sobre el mundo en general con un pequeño transistor, seguía estando convencido de que las informaciones eran diseñadas y manipuladas por el gobierno estadounidense. Como escribe Herzog en su libro, mezcla de documento e imaginación, de realidad e invención, Onoda llegó a pensar que Siberia, India y China habían creado un nuevo eje para luchar contra los Estados Unidos.
Herzog ha seleccionado pasajes en la vida de Onoda en la isla filipina, primero con varios soldados de su destacamento, después con cuatro de ellos, con uno solo y, durante muchos años, en solitario, para construir un relato que es tanto novela como diario íntimo, aunque no en primera persona. Las elipsis son rotundas: el autor pasa de mediados de los años 40 a 1971 con una muy breve parada en algunos acontecimientos transcurridos en 1954. Le interesa, por lo tanto, el primer bloque de un Onoda convencido de lo que le han inculcado y ordenado, una especie de guerra secreta en la que él cree que Lubang es un punto estratégico en la contienda del Pacífico, y el último bloque, cuando su existencia se acerca más a un delirio que a la realidad del superviviente en un medio hostil. Herzog se toma su tiempo para delinear el entorno, ese mundo vegetal, lluvioso durante tres o cuatro meses, soleado, dulce e intransigente, con Onoda enfrentado a los campesinos filipinos y al fantasma de un ejército estadounidense que ya no existía. Descripciones de arrozales, hierba alta, búfalos de agua que retozan y de vez en cuando mueven las orejas, millones de pájaros que estallan en vítores cuando termina la temporada de lluvias y la selva humea: “En las montañas, con su exuberante vegetación, el río es solo un arroyo claro que baja en cascadas por los cantos rodados; en la llanura, el río vuelve perezoso, pantanoso y ancho”. En esta novela tan física, como lo son casi todas las películas de Herzog, el autor captura de forma sencilla los gestos cotidianos –el sueño, el avance por la espesa jungla, la forma de lavar la ropa, limpiar los rifles y camuflarse envueltos en jirones de vela manchados de barro– y define la relación entre el hombre y el paisaje con esta claridad: “Onoda será una parte móvil de la jungla”.
Esta fisicidad aparece también en una película realizada cuando Herzog ultimaba su novela, “Onoda, 10.000 noches en la jungla” (2021), del director francés Arthur Harari, con estreno previsto en España el próximo mes de mayo. De repente, Hiro Onoda, el último soldado japonés en rendirse –lo hizo el 11 de marzo de 1974, veintinueve años después de la capitulación incondicional de Japón–, se convierte en protagonista de novelas y filmes, de relatos complementarios pertenecientes a disciplinas distintas. Alguien que, siendo tan real, se añade al inmenso muestrario humano de Werner Herzog, cineasta, aventurero, antropólogo, fabulador y escritor. ∎
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