Cuando veas que la clave que cifra tu fórmula creativa ya no es ningún secreto, desmárcate de ella. Esa suele ser la máxima de los músicos inquietos. El pop volátil, cadencioso, sensual y sigilosamente seductor que acuñó Ferran Palau en esa trilogía no intencionada que comenzó en “Blanc” (2018) y terminó en “Parc” (2021), pasando por “Kevin” (2019), ha creado escuela. Y de qué forma.
El débito no es solo suyo, claro. En un tiempo récord, menos de lo que canta un lustro, y en sintonía con su primo, Jordi Matas, y también con Joan Pons (ambos en El Petit de Cal Eril), han perfilado una sonoridad que ha permeado en músicos de distintas generaciones: tanto en propuestas emergentes desde cualquier enclave del ámbito catalanoparlante (Marialluïsa, Da Souza, Germà Aire) como en corredores de media distancia (Néstor Mir) o en consumados veteranos (Els Pets).
Y justo cuando el socorrido sambenito de lo “metafísico” o el más propio (y cachondo) del “easy loving” amenazaba con convertirse en cliché, Palau remató su segundo trabajo de 2021 con este álbum que reivindica la artesanía de la canción por la canción. Sin modismos, sin trucos de producción, sin sintetizadores ni sección rítmica, con la cercanía del tacto acústico, unos textos que cada vez canalizan con más claridad sus sensaciones y sentimientos y, sobre todo, el ánimo coral de celebración de los primeros cinco años del sello en el que milita, Hidden Track, compartiendo protagonismo en su artwork (y en la inspiración que alentó muchas de sus canciones) con Júlia, Junco y Mimbre, Anna Andreu, Valentina & The Electric Post o la jefa, su pareja Louise Sansom: esa gran familia que es la joven discográfica catalana, vestida para la ocasión como una secta. Un concepto inspirador porque, como bien dice él mismo, el mundo está repleto de sectas encubiertas bajo el manto del sentido de pertenencia, ya sea a una empresa, a un club de fútbol o a una ideología.
El de Esparraguera (Barcelona) culmina con este “Joia”, título de doble resonancia (en catalán es tanto “joya” como “alegría”) que ya se barajó en tiempos de Anímic, un año particularmente fértil. Produjo a Maria Hein, Iris Deco o Carlota Flâneur, compañeras de sello y también presentes en este trabajo, que concreta una ejemplar maniobra de escapismo no demasiado planeada (el germen estaba, seguramente sin saberlo, en “Cel clar”, su primoroso sencillo de la primavera de 2020) que al mismo tiempo le distancia de su propio canon –sin renegar de sí mismo– antes de que pueda asomar cualquier atisbo de autoparodia.
Son nueve sencillas canciones que discurren en solo 19 minutos. Lo justo para no empalagar. Lo imprescindible para no saciar. Para dejar con ganas de más y volver a darle al play. Viñetas sonoras con entidad propia y más molla que muchas otras que sobrepasan los tres minutos (aquí ninguna lo hace), de un intimismo delicado, orgullosamente vulnerable. A veces más luminosas que otras (“Fotos”), con trinos de pájaros que se cuelan en su registro (“Casa’t amb mi”), canciones que apenas son un susurro in crescendo con olor a salitre (“Mar”) y delicias tan exquisitamente quebradizas que no desentonarían en cualquier disco de Kings Of Convenience (“Trenca’m”).
Suerte de quien pueda estar el 28 de enero en el Palau de la Música de Barcelona asistiendo a una presentación con todos los honores, plantel al completo. Una cita que se presume única. ∎
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