Álbum

Khruangbin

A LA SALADead Oceans-Popstock!, 2024

14. 05. 2024

La música del trío te hace cavilar una y otra vez. ¿Cómo es posible que con solo tres elementos tan concretos, utilizados de manera casi minimalista, con las notas y golpes esenciales, la música se expanda inmediatamente, se eleve como un globo aerostático y alcance una dimensión tan rotunda, rítmica y pegada a la tierra, así como etérea, emocional y multicultural? Ese es el secreto siempre fascinante, siempre con nuevas posibilidades, de Khruangbin, y su improbable conjunción de planetas en Houston, Texas.

“A LA SALA” (otro de sus abundantes títulos hispanos, que habrá que achacar a los orígenes de la excepcional bajista Laura Lee Ochoa) es su cuarto álbum oficial en estudio, después de un período de cuatro años, desde la edición de “Mordecai” (2020), con unas iniciativas discográficas de lo más curiosas. Por un lado, sus colaboraciones a medias con el cantante de blues-soul Leon Bridges en dos EPs complementarios, “Texas Sun” (2020) y “Texas Moon” (2022), y con Vieux Farka Touré en “Ali” (2022). Y por otro, la serie de cinco álbumes en directo que sacaron a lo largo de 2023, cuatro de ellos compartidos con artistas dispares (Nubya Garcia, Toro Y Moi, Men I Trust…), no en colaboración, sino emparejados: el trío tejano en un lado de cada vinilo, y los invitados que hicieron de teloneros en los diversos conciertos en otro.

Así que Khruangbin regresa a las texturas básicamente instrumentales de sus dos primeras obras, donde la voz es un elemento esporádico que da colorido, con unos coros o unas frases, no como en “Mordecai”, que admitía la estructura convencional de pop-soul cantado en la sublime “So We Won’t Forget”, entre otras muchas, que ahora tiene un equivalente en otra preciosidad absoluta, menos bailable pero igual de sensual y emocionante, “May Ninth”.

Pero el reconocible e inigualable sonido de Khruangbin está ahí. Un rumor lejano al aire libre se encarga de unir todos los temas, como para hacer más brillante la limpieza absoluta, la pureza total de la atmósfera sónica que se crea en cuanto entran los instrumentos. El bajo de Laura Lee Ochoa quizá sea el de mayor precisión, sensualidad e imaginación desde Tina Weymouth, contando la perfecta conjunción entre sus movimientos corporales en escena y su expresión musical, como lograba la bajista de los Talking Heads. Con un lento círculo de unas pocas notas ya marca en la inicial “Fifteen Fifty-Three” una atmósfera que abraza, un terreno acolchado para el impulso y el vuelo de la guitarra multiplicada de Mark Speer.

Lo de este hombre es inaudito, uno de los sonidos guitarrísticos más personales que ha dado lo que va de siglo. Que está hecho de muchas texturas: se suelen señalar ecos de spaghetti wéstern, ancestros de melodías africanas o asiáticas, raíces en el sonido twang de los años cincuenta y sesenta, o en el dub jamaicano, porque tan importante como las pulsaciones de las cuerdas es el maravilloso mundo de reverberaciones y ecos que maneja. Se diría que con solo dos manos está tocando varias guitarras a la vez. Y en este sentido veo a Speer como el Vini Reilly del siglo XXI rodeado de una banda de soul-funk, pero tan espartana como los acompañamientos rítmicos de The Durutti Column. Por su parte, DJ Donald Ray ‘DJ’ Johnson se encarga de demostrar el extraordinario batería que es precisamente al renunciar a dar más golpes de los estrictamente imprescindibles, pero con una precisión y un sonido de caja que hacen surgir un ritmo mágico.

Así, como una niebla cálida, envolvente y reconfortante, entran melodías tan hermosas como la de “Ada Jean”, con un ligeramente fantasmagórico órgano de apoyo, o la de “Three From Two”, tan evocadora como un soñado atardecer hawaiano. Las oleadas de ritmos soul o funk tienen crestas imponentes en “Pon Pón”, que deviene en jazz fusión, o en “Hold Me Up (Thank You)” y “Todavía viva”, piezas también sinuosas y voluptuosas con coros a un lado, o en “Juegos y nubes”, uno de los tres instrumentales que apenas llegan a los dos minutos de duración.

Economía de tiempo y de lenguaje, derroche de técnica y sentimiento, belleza irrefrenable con las antenas puestas en cualquier lugar del mundo, pero muy lejos de cualquier cosa que se pudiera etiquetar como world music. El secreto del combinado debe tener esos ingredientes, pero nadie sabe agitarlo y servirlo como Khruangbin, en un disco que suministra otro derroche de placeres hasta el inesperado cierre con piano a lo Satie de “Les petits gris”. ∎

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