Casi una década (su debut homónimo data de 2014) hemos tenido que esperar por un nuevo retoño discográfico de La Villana. Un tiempo que, al menos, se evapora ante las excelencias aquí invocadas y encapsuladas. Rescates de la memoria exiliada de las ciudades con los que tejen un cancionero homogéneo como la roca y el mar.
No resulta sencillo toparnos con demostraciones de genio como el exhalado en el aroma espectral a lo Nacho Vegas que impregna cada poro de la titular del álbum. Esta conexión refrenda la esencia gijonesa de un trabajo que, ante todo, abduce toda referencia exterior en su genoma creativo. En esta misma canción también surgen tempestades eléctricas que remiten al drone de Spacemen 3 y a la lírica tempestuosa, poética, de los primeros The Jesus & Mary Chain.
“Valkenburg” no es más que el primer puerto de atraque de una expedición deliciosa y milimétrica hacia la inspiración. De dicho estado perenne se beneficia el sonido hogareño de “La peregrina”, canción donde el paso del tiempo surca arrugas marineras en su rostro.
Los poderes desplegados por La Villana no son usuales ni limitados. Todo lo contrario. No se cortan ni media en invocar una metamorfosis cuasi sacra de Roy Orbison en “Las olas contra todos”, por ejemplo. La fisicidad geográfica de montañas que rascan el cielo y mares nostálgicos se cuela en un imaginario hechizado en el cual la imagen oceánica del agua se muestra tan recurrente como primordial en la vertebración narrativa de unas canciones en las que la mar, incluso, se impone como juez y realiza preguntas definitivas a la protagonista de “Juramentos”.
La contraposición entre tierra (prisión) y mar (libertad) timonea el verbo de unas canciones como“Sin voz”, en la que son capaces de fundir el reflejo onírico de Chris Isaak con el folk astur.
Los parámetros folk neopsicodélicos son siempre mecidos desde una sensación preponderante de duermevela. Sueños tejidos de poesía sin redes en cortes de hermosura astral como “Las noches oscuras”. Tanto en esta como en el resto de hermanas, la ex-Nosoträsh Natalia Quintanal dirige una nave en la que todo suena bajo diferentes estados de calma, como en la tensión fantasmal que despliega velas en “Nuestro velero” o en el pulso barroco que marca cada paso de “Olvídate de mí”.
De Lee Hazlewood a Flying Saucer Attack, el caleidoscópico camino del buen gusto prende en carne viva a través de nueve temas que, ante todo, desprenden personalidad sin coartadas ni atajos hacia los lugares comunes. Todo está perfectamente equilibrado dentro de tan hermoso mosaico sónico, desde el cual nos damos cuenta de un deseo primordial: que no pasen otros ocho años para tener nuevos sueños en los que sumergirnos. Y más con cepos tan embelesadores y estremecedores como el cuajado en la brutal “A mi silencio”, cierre sin medias tintas para poco más de media hora perfecta, sin un gramo de grasa. ∎
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