“Surrender” no representa la primera gran metamorfosis de Maggie Rogers. Ya había enormes diferencias entre la artista folk que (pocos) escuchamos en “The Echo” (2012) y “Blood Ballet” (2014) y la aspirante a diva pop-R&B de aquel “Heard It In A Past Life” (2019) considerado su primer disco oficial, aunque fuera básicamente con el que debutó en una major, oportunidad que logró, recordemos, después de hacerse viral aquel vídeo en el que Pharrell Williams alucinaba descubriendo su tema “Alaska”.
La de este segundo (o mejor, cuarto) álbum es, sea como una sea, una transformación aún mayor, porque no es solo cosmética sino espiritual. Según parece, después de unos años recientes marcados globalmente por el encierro pandémico y las injusticias sociales, Rogers empezó a reflexionar mucho sobre en qué creía y, de paso, para qué hacía sus canciones. En búsqueda de iluminación, se apuntó a la Escuela de Teología Harvard, donde el mayo pasado se graduó con un máster en religión y vida pública, programa dedicado, sobre todo, a profesionales de áreas no necesariamente religiosas “cuyo trabajo se centra en el impacto social positivo”, según la universidad.
Este disco formó, al parecer, parte de una tesis en la que abordó la ética del poder del pop. Rogers parece haber tomado conciencia del valor de su plataforma y reorientado sus mensajes al cien por cien hacia lo positivo. Del brazo de Kid Harpoon (mano derecha de Jessie Ware o Harry Styles y ya involucrado en su hit “Light On”), ha cocinado una colección de canciones rabiosamente esperanzadas, crudamente optimistas. Por el camino, abandona una parte de la elegante sofisticación de su último estilo y abraza voces más rasgadas, ímpetus más rockeros, texturas más distorsionadas.
No siempre estos cambios le sientan bien. Aunque ella vea “Surrender” como su “disco punky neoyorquino”, la bravuconería algo cargante de “Anywhere With You” (muy The Killers) o la discreta “Shatter” hacen pensar menos en el CBGB que en algún gran estadio con agenda de conciertos. “Horses” tiene bastante poco que ver con Patti Smith y mucho con el AOR, o un AOR poco divertido. A veces, las buenas intenciones, el intento de ser de ayuda, resultan en canciones con títulos como “Be Cool” y “I’ve Got A Friend”, ni siquiera salvadas por el apoyo de, respectivamente, Jon Batiste y unas dicharacheras Clairo y Claud.
Dejamos las buenas noticias para el final. Por ejemplo, canciones como “Overdrive” y “Honey”, en las que parece empaparse del trabajo electro-rock de Sharon Van Etten con el productor John Congleton en “Remind Me Tomorrow” (2019). O “That’s Where I Am”, favorita de este cronista, especie de tema final para una comedia romántica imaginaria. Es de lo que mejor conecta con el espíritu R&B de su anterior y mejor disco, igual que “Want Want”, cuya espectacular outro es puro Destiny’s Child. Hacia el final queda “Symphony”, cantada con un carismático cansancio propio de Julian Casablancas. Ahora sí, rastros de la Nueva York punk. ∎
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