Que Amaarae haya elegido envolver con una ofrenda de cuerdas el instrumental que abre “Fountain Baby” es toda una declaración de intenciones. Esos arreglos caros y suntuosos, que sobrecogen en los momentos más opulentos de este segundo álbum de la artista estadounidense de raíces ghanesas, son la traslación perfecta de la pulsión que palpita en estos temas: el lujo y el goce, entendidos como epítomes de la juventud, la sexualidad y la belleza en plenitud. Destellos de pasión, placer y hedonismo, cuyo poder reside precisamente en su celeridad.
Son sensaciones que se instalaron como lugares comunes en el imaginario del pop, el R&B y el hip hop hace décadas. Pero Amaarae logra subvertir esos tópicos tanto en el plano sonoro, haciendo uso de métricas africanas en los ritmos y la escala árabe en las orquestaciones y los arreglos, como en sus letras, donde convierte su deseo por otras mujeres en un exuberante despliegue de cuerpos a través de rimas empapadas en sudor y feromonas.
En “Angels In Tibet” no duda en meter las palabras “Louvre” y “Armani” en el mismo verso para explicar que le vuelve loca el acento de una chica, justo antes de pedirle que se desnude en medio del club. Con la irresistible “Co-Star” recurre al zodiaco para repasar las personalidades de sus ligues jocosamente. En “Big Steppa” se compara con un postre y con la obra por la que pujar en una subasta de arte. Y en “Sociopathic Dance Queen” habla de un cuerpo de mujer como si fuera una fruta caída de un árbol, desnuda en su jardín, diciendo que el color de su vagina le recuerda a un atardecer en las Bermudas.
La fuente a la que Amaarae alude en el título del disco está entre sus piernas. Pero lejos de sonar soez, en el tono alto y arenoso de su voz de soprano, esta fiesta lasciva es como una flor que desprende una fragancia dulzona al abrirse en mitad de la noche. El agua es un símbolo de vida y de abundancia y para ella el deseo se confunde a menudo con la riqueza y la ostentación.
Nacida en el Bronx y criada entre Atlanta y Accra, Amaarae hace valer esa dualidad cultural e identitaria con la amplitud estilística de “Fountain Baby”. Los ritmos raudos de África occidental, trabajados digitalmente a partir de tomas de tambores dunun grabados en vivo en Ghana, los sirven sobre todo Kyu Steed y KZ Didit, que ofician como productores ejecutivos y que ya diseñaron el armazón afropop de “THE ANGEL YOU DON’T KNOW” (2020).
A diferencia de aquel primer álbum, “Fountain Baby” combina el pulso trepidante de la amalgama afrobeats con la delicadeza de las cuerdas, el arpa o el koto japonés. Pero paradójicamente esa búsqueda de sonoridades alejadas del canon anglo está mediada por la mirada occidental. Según ella misma ha admitido, su mayor inspiración a la hora de engastar los arreglos orientales que embellecen este segundo disco es en realidad un productor norteamericano: Timbaland y los arabescos de sus sampleados y producciones para discos como “Miss E… So Addictive” (2001) de Missy Elliott o “FutureSex/LoveSounds” (2006) de Justin Timberlake.
Desde luego, hay algo de ironía en que una de las mayores referencias de un álbum que esquiva el etnocentrismo y los clichés sonoros enquistados en el pop en Norteamérica y Europa sea precisamente Timbaland, el productor que definió las formas del R&B y el hip hop más comercial hace veinte años desde el centro mismo de la industria. Pero esto también demuestra el verdadero potencial aglutinador del pop masivo, siempre y cuando maneje las riendas alguien con la inquietud y la curiosidad suficientes.
La influencia de aquella era dorada de la radiofórmula norteamericana se vuelve totalmente explícita en las embestidas de los ritmos de sabor caribeño de “Counterfeit”, que toma prestado el jaleo de percusiones metálicas que The Neptunes construyeron para Clipse en “Whamp Whamp (What It Do)”. Pharrell Williams aparece acreditado en ese tema, pero la verdad es que su sombra, como la de Timbaland, se extiende más allá.
“Counterfeit” sostiene el tramo más inspirado de “Fountain Baby” junto con “Wasted Eyes”, que se abre con una orquesta de cuerdas y una breve versión de “Battaki”, una canción tradicional japonesa que rescató Umeko Ando y que aquí revive la voz de la cantante de j-pop Crystal Kay, cambiando la letra, pero respetando la melodía original. “Disguise” también brilla de manera especial en ese bloque del álbum con el registro más suave y romántico de la voz de Amaarae.
Kyu Steed y KZ Didit conforman el núcleo de producción del álbum, además de Yves Rothman (que se ha convertido en una pieza fundamental para Yves Tumor en el estudio y que últimamente ha producido discos de Porches y Girlpool). Cadenza, S-Type y los nigerianos Cracker Mallo y Tochi Bedford también asisten a Amaarae, que acierta a desentrañar los mecanismos del pop para rearmarlo en sus propios términos, superando clichés y barreras geográficas.
“Fountain Baby” no podría ser más ambicioso, tanto en su meta de lograr un alcance global como en la destreza con la que deja volar referencias dispares, anclándolas en el afropop. El disco traza una ruta que va de las trompetas fastuosas del highlife de Ghana en “Big Steppa” y los embates del kpanlogo de “Reckless & Sweet” a las guitarras punk del arrebato adolescente que sacude “Sex, Violence, Suicide”.
Amaarae tiene la voracidad y la agilidad necesarias para hacer que converjan planetas sonoros tan distintos. En un mundo en el que Burna Boy, Rema, Tems y otros gigantes pop del oeste de África han conseguido que su huella llegue a cada rincón del globo, “Fountain Baby” tiene todo el potencial para lograr el mismo impacto. ∎
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