Las diferentes tipografías para cada una de las letras que componen la palabra “SHARDS” en la portada del último álbum de Tim Hecker hablan por sí mismas: cada una de las composiciones contenidas aquí funciona de forma aislada y no es, realmente, representativa de nada, si acaso de un momento creativo concreto en la trayectoria reciente del canadiense, muy centrada en el audiovisual, o de unas características y modismos cada vez más marcados que sirven para definir su sonido. No es, de hecho, un álbum como tal, y más bien podría considerarse un EP recopilatorio que recoge, a lo largo de media hora, siete temas extraídos –y descartados– de sus bandas sonoras para la película de Brandon Cronenberg “Infinity Pool” (2023), para la serie de la BBC “La sangre helada” (2021), para la cinta de exorcismos austriaca “Luzifer” (Peter Brunner, 2021) y para esa desastrosa “La Tour (Lockdown Tower)” (Guillaume Nicioux, 2021) que mezclaba sin acierto los planteamientos de “La niebla” (John Carpenter, 1980) y de “Snowpiercer” (Bong Joon-hoo, 2013).
Si hay algo que conecta a estas cuatro cintas es el interés por invocar un ambiente opresivo, la tensión de algo parecido al horror, la extrañeza en momentos de alta sugestión. Todo razones por las que un director descolgaría el teléfono para llamar al autor de “Ravedeath, 1972” (2011). Lo que demuestra “Shards”, en definitiva, es el carácter unitario de su sonido, una plancha metálica, fría y de textura rugosa sobre la que se disponen las distintas letras. Que siempre haya algo glacial en él, igual que algo oscuro y distópico, que siempre esté inmerso en una profunda melancolía pero deje entrever una esperanza genuinamente humana, es lo que hace de “Shards” una escucha unificada. Y que cueste identificar a qué película podría corresponder cada tema salvo por relaciones explícitas en los títulos.
“Joyride Alternate”, por ejemplo, convierte la versión de “Infinity Pool” –una breve y angustiosa suite de perturbadora opulencia– en una composición mucho más difusa y minimalista, con una misteriosa línea de sintetizador noir y de ecos lynchianos que se va ocultando entre distintas nieblas –una textura rugosa, un drone hipnótico, sintes de estación espacial y cables de alta tensión–, dejando ver al Hecker más alienígena. Por otro lado “Icesynth”, tensa, paisajística, parece remitir a los parajes gélidos de “La sangre helada”. Pero todos los ambientes dibujados son, en cierto modo, intercambiables, limitados por su propia vocación situacional y definidos por sensaciones y emociones parecidas: entre la calma y la amenaza –no tanto la tempestad–, entre lo sagrado y lo profano, entre lo ancestral y lo futuro.
En este sentido, “Heaven Will Come” es extrañamente maquinística y futurista, pero tiene también algo puramente orgánico, casi ancestral; parece evocar la amenaza de un paisaje imponente y no de una guerra de los mundos. En “Morning Piano Version”, un zumbido atronador, casi un crasheo del sistema, interrumpe una pausada conversación entre el piano, un contrabajo y un cuarteto de cuerdas. Y la inmensidad expansiva que se dibuja en “Sunset Key Melt” parece asolada por una lluvia abrasiva. Hecker es metódico, emocional y tenebroso, y busca en su trabajo para el audiovisual una cierta congoja y suspense, pero no tanto impactar con el diseño sonoro más extremo que caracteriza su canon. Su universo cinematográfico es en muchos aspectos similar al de Jóhann Jóhannsson, pero regido por las reglas de Colin Stetson.
Quizá el mejor ejemplo es “Monotone 3”, que se escapa sin abandonar la oscuridad el modelo canónico de dark ambient que abraza el productor canadiense: un clarinete revolotea mientras tintinean cadenas suspendidas, engranajes de maquinaria, y un eco alarmista se escapa hacia el espacio como mitigando con niebla la visión de una catástrofe. Al final, el órgano lo arrastra todo hasta desaparecer en silencio. Si estos son los intereses de Tim Hecker a día de hoy, la verdad que ojalá que le llamen más. ∎
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