Han pasado ya más de veinticuatro horas y todavía me cuesta creerlo.
Bruce Springsteen ha estado aquí, en Barcelona, y se ha llevado de calle los corazones hambrientos de todos los rockeros españoles. Su único show ha sido recibido por igual en todos los medios de comunicación y comprendido por un público totalmente compenetrado con la maravilla de New Jersey. Todos nos quedamos secos ante las tres horas de vitalidad total y absoluta que nos ofreció la E Street Band. La gente salió del Palacio de Deportes exhausta, terriblemente cansada y satisfecha. Y personalmente, bueno, todavía me duelen todos los huesos y tengo la espalda lo que se dice hecha polvo. Pero esto no es un obstáculo para que me acuerde, minuto a minuto, de uno de los mejores conciertos que he presenciado en mi vida. Todo empezó a eso de las ocho y media. Faltaba una hora para el inicio del recital y los músicos estaban realizando la prueba de sonido. Fue a esa hora cuando entramos en el recinto, por la puerta de atrás y dispuestos a todo. En el escenario los chicos de la banda de la calle E ponían a punto su instrumental. Al fondo de la sala, en la mesa de mezclas, Bruce manejaba los controles. Instrumento por instrumento, todo fue precisamente ecualizado por la estrella, que quiere ser hasta su propio técnico de sonido. Cuando todo estuvo a punto, la banda se introdujo lentamente en el ritmo de “Hungry Heart” y pude contemplar, alucinado, algo que ya sabía pero me costaba creer. Bruce se paseaba por toda la sala comprobando el sonido desde la primera fila hasta la última grada. Quería estar seguro de que hasta el último espectador iba a escucharle a la perfección. En un mundo tan inhumano como el del rock, un acto así se convierte en la más grande prueba de valor y humanidad, en el reflejo de un alma dispuesta a comunicarse y darse por completo a todos y cada uno de los componentes de su audiencia.