En 2017, Carmen Alarcón se encontraba en plena transición entre lo que era Estúpido Flanders –una banda de folk-pop que había alcanzado cierto reconocimiento independiente en Murcia– y lo que iba a ser AA Mamá, una reformulación del proyecto que epilogaba su esencia anterior con apoyo de Son Buenos, una de las agencias más importantes de su región. En aquel momento quizá tumultuoso, Carmen empezó a escribir para ella y, después de una búsqueda aleatoria en un generador random de nombres, decidió publicar su primera canción como Hoonine. Entonces parecía algo pasajero, condenado al ostracismo por su frenético ritmo diario como profesional de la publicidad y miembro de un grupo. Pero con la pandemia cobró un nuevo sentido.
La pandemia, de hecho, lo cambió todo para ella. “La actividad de AA Mamá se paró por completo, me metieron en un ERTE y sentí que tenía la necesidad de reinventarme. Siempre me ha llamado mucho la atención la música electrónica, pero nunca me había planteado meterme ahí porque percibía que la accesibilidad no era la misma; a mí siempre me había resultado más fácil coger un instrumento y fuera. Pero con la pandemia me puse a probar, empecé a ‘frikear’ cada vez más, a empaparme cada vez más… me flipó ir descubriéndolo. Para mí la pandemia fue un revulsivo: con la mierda que estaba pasando ahí fuera, o intentaba algo dentro o la que se iba a la mierda era yo”.
Claudia Orellana, de Son Buenos, fue quien la animó a retomar Hoonine: “Siempre han confiado en mí a ciegas, independientemente del proyecto. Creen que tengo algo que decir, que al final es la base de cualquier artista. Cuando además vieron que yo volvía a estar ilusionada con Hoonine, se ilusionaron también y apostaron por ello”. Desde aquel momento todo empezó a pasar muy deprisa. “En poco tiempo pasé de currar a 100 km de casa, teniendo que ir todos los días y con un estrés de locos, a tener que replantearlo todo y, después, a entrar en otra agencia directamente de jefa y con un equipo a mi cargo. El estudio y hacer este disco ha sido lo que me ha dado la vida en este tiempo, y de ahí viene lo de ‘Roca roja’”. El título del disco hace referencia al famoso poema de T. S. Elliot “La tierra baldía” (1922), y tiene un significado muy especial para ella: “Es lo que me ha atado a aquello que me hacía feliz, la esperanza detrás del caos del día a día”.
Se expresa sin mucha verborrea, rápida, concisa y con sobrada soltura, pero reconoce ser más ratilla de estudio que amiga de los focos. Así ha compuesto su debut, con mucho trabajo y con mucha curiosidad, algo que también ha aprendido de todos los pasos previos en el complejo mundo de la música. “Tengo cero formación musical y he tenido la suerte de juntarme con gente que sabe mucho más que yo, de la que he sacado mucho conocimiento teórico básico. Y otra cosa que he aprendido es a definir lo que uno quiere y lo que uno no quiere”.
Lo que ella quería para “Roca roja” (Son Buenos, 2022) era reafirmar su identidad como compositora, productora e intérprete. Una banda se comporta siempre como un organismo vivo que toma decisiones por ti, y para el presente de Carmen era importante saberse en pleno control, poder elegir hacia dónde dirigirse. Las posibilidades que ofrece lo digital fueron el empujón definitivo. “Todo el proceso empieza en mi casa, yo sola. Me he encargado de la composición y de la preproducción. Cuando siento que ya he llegado un sitio, que la esencia está y que puedo empezar a trabajar a partir de ahí, es cuando me meto con Lalo en el estudio –se refiere a Lalo Gómez-Vizcaíno, aka Lalo GV, guitarrista de Ayoho y productor de grupos como Arde Bogotá y Nunatak– y ya empezamos a producir en serio los temas. Una de las cosas que más me ha sorprendido de todo este viaje es que me he dado cuenta de que en la música más electrónica los procesos de composición, preproducción y producción son más bien un ‘mix’, están muy diluidos y suceden prácticamente al mismo tiempo”.
Evidentemente lo digital ha marcado este trabajo, pero para Carmen todo es cuestión de tensión, o más bien de equilibrio. Es fan de Alabama Shakes y de Courtney Barnett, lo que le ha movido siempre es el rock o el blues y viene de proyectos que tienen más que ver con el folk y la música norteamericana. “Soy una clasicona”, reconoce sin pudor. “Además de la necesidad por temas de contexto, lo que pasa es que quería alcanzar otro plano más allá de lo que siempre ha representado mi zona de confort, y ese salto me lo ofrecía la electrónica. Las melodías del disco son superclásicas y el trabajo digital y un enfoque más electrónico me ofrecían el equilibrio de texturas que buscaba”. Otra faceta de “Roca roja” en la que apreciamos esa dualidad es en lo lírico. “Ha salido al final bastante oscuro, un poco disco de odio –se ríe–. Supongo que he experimentado bastantes mierdas con gente y con mis propias experiencias hasta llegar a este punto. Pero también me apetecía mucho llegar a ese punto crudo en las letras para hacerlo contrastar con las melodías, que muchas son bastante melosas”.
La oposición entre lo orgánico y lo digital es un tema que da para rato. Como la doble moral y las utilidades de internet y de las redes sociales. Son temas que dan vueltas por el disco y que aparecen en la conversación. “Ya no sé si esta es la generación más preparada, pero seguro que es la generación que más herramientas tiene. Al mismo tiempo parece que esa disponibilidad, o esa ‘facilidad’ para hacer música, le resta valor. Hay gente que parece que piensa que si no tienes un estudio de 10.000 euros no estás haciendo música. Es una paradoja brutal. También sucede que muchas veces a la música se le intenta dar más explicación de la que realmente tiene, se intenta intelectualizar y creo que es algo horrible”. Es un poco el efecto “Chicken Teriyaki”: o viene Jaime Altozano a decir que tiene sentido –a “intelectualizarla”, en definitiva– o la opinión más común –o más ruidosa– parece ser la de que “ya no se escribe música como la de antes”. Y ni lo uno ni lo otro. “Las redes sociales e internet en general son un arma de doble filo. Yo no hubiera podido sacar este disco sin internet, sin preguntar a la gente en redes y en foros sobre las tarjetas de sonido, por ejemplo, sin moverme de mi habitación. Pero en general detesto lo que representan. Ya no solo porque para mí son una herramienta de trabajo y cuando llego a mi casa lo que me apetece es desconectar de eso, sino porque creo que generan mucha toxicidad en todas direcciones. Sinceramente, veo más lo nocivo que lo positivo”. ∎
Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.