Carti, en su oposición estética a Tupac, podría ser algo así como lo que Malévich es a Botticelli. El hip hop de los 90 –el del boom bap– fue la perfección de un arte noble; el rap iba de utilizar el instrumento último y exquisito que es la voz y la palabra hablada rítmicamente, en versos y rima, para elaborar discursos extendidos sobre recombinaciones de la genial herencia musical negra (jazz, soul, góspel) usando los medios del sampleo y los tambores digitales. Hoy, una generación ya totalmente nueva de artistas ha llevado sus experimentos con lo heredado hasta, de alguna forma, depurar la esencia del acto de rapear, deconstruyéndolo, convirtiéndolo ya en irreducible concepto: igual que Malévich condensó el acto de pintar en el “Cuadrado negro”, Carti condensa el acto de rapear en un mumbling ininteligible pero eficaz, en el que no es necesario pintar (por seguir con la metáfora) un cuadro detallado de la imagen que se quiere transmitir, sino que es suficiente con plasmar en el track un estado de ánimo. Así, crea la ilusión de un discurso más complejo que no está, pero se intuye.
Ese discurso, una abstracción sobre los mitos contemporáneos de la autosuperación y el logro económico e identitario (soy yo mismo, me estoy forrando con ello y me follo a la que te gusta), en Carti nos llega como desde un más allá. Todas sus producciones se rodean de un aura de semipresencia, como si Carti fuera a escaparse del beat en cualquier momento. Mucho del poder casi místico que tiene viene de este aspecto. Sus mejores obras suenan casi a invocación de brujo en una lengua hecha a medida. Un chiste recurrente en la esfera memética es que no habla inglés, sino cartinese. De hecho, circula por ahí un vídeo selfie tonto en un Walmart, con el título “Playboi Carti Speaks English”, que tiene más de cuatro millones de visitas: todo el mundo quiere saber cómo es el artista en su modo terrenal. El Carti más desarrollado experimenta con su voz y los límites del aspecto formal de la palabra hablada. Puede ser un high codeínico y opiáceo lleno de luz, roto por poco más que gruñidos de su icónica baby voice, o un bajón de oscuridad que invoca la ultraviolencia del punk no muerto.
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