El fin de la crítica musical ha llegado. Lo ha dicho un gurú de YouTube. De modo que lo que se diga o se deje de decir en esta reseña ha dejado de tener importancia alguna. Vivimos un momento de oscuridad en el que hasta las mareas del Atlántico parecen haberse dado por vencidas y han comenzado una agonía que más pronto o más tarde se nos llevará por delante como especie. Con otras circunstancias, pero con el mismo trasfondo oscuro, el mundo atravesaba también momentos de pesimismo generalizado cuando el cantante, guitarrista y líder de Swans, Michael Gira, decidió colgar los guantes y dar por zanjada la aventura con el grupo 1997, tras años de incomprensión y hastío. Su regreso en 2010 fue celebrado por una importante minoría de melómanos que aún hoy sustentan su carrera en segundas nupcias y Gira lo sabe. Por eso sus conciertos, además de ser todo un tour de force para él y para toda la banda, tratan de dar siempre más de lo que se espera. Son un acto de agradecimiento mutuo entre el artista y su público. En esta ocasión en Madrid, donde tocaron ayer domingo 18 de febrero, solo ocho meses después de su última visita, se agotaron las entradas días antes de la fecha.
Cualquiera que haya presenciado alguno de sus conciertos sabe que aquí se viene a dejarse llevar ora por ataques indiscriminados de violencia sonora, ora por mantras sónicos de tensa calma eléctrica. Todo al máximo volumen para que la música vaya más allá de lo meramente sonoro y alcance el impacto físico. Y vaya si lo logran. Como en un aquelarre jazzístico, los conciertos de Swans se basan en la improvisación enmarcada en las líneas que delimitan sus canciones, pero que alcanzan límites que están más allá. Con Gira ejerciendo de director de su orquesta de rock al límite, el resultado es siempre ensordecedor, catártico, hipnótico y extremo.
La velada arrancó con Maria W Horn, telonera frente a una sala inusualmente llena para recibir al artista encargado de la apertura del show. Parapetada tras una maraña de cables y un ordenador portátil, la música sueca no necesitó nada más para zambullirnos en un océano de drones y ambient oscuro y muy sugerente que emocionó pese a su trasfondo gélido. Moviéndose rítmica y lentamente, manipuló sonidos y efectos para llevarnos en volandas, durante algo más de media hora, a un universo sonoro de difícil catalogación pero de fácil inmersión. Fue un perfecto aperitivo para lo que estaba por llegar.
Mientras el público apuraba sus conversaciones, Swans salieron al escenario y se fueron acomodando en sus instrumentos. Michael Gira apareció sonriente, saludó y se sentó en su silla. Agarró su guitarra, cerró los ojos por un instante y cuando los abrió estaba ya transformado en un chamán sónico. Como tal, comenzó su liturgia rasgando la guitarra en un mismo acorde una y otra vez, como si con ello lograra invocar a los espíritus que habitan en sus canciones. Y estos acudieron a modo de drones, saliendo de entre las cuerdas de los lap steel furiosos de Dana Schechter (también bajista) y Kristof Hahn, del bajo envenenado de Christopher Pravdica, del teclado enloquecido de Larry Mullins, de la batería hipnótica y marcial de Phil Puleo, de la voz del líder en pleno éxtasis. Todos ellos fueron creciendo como un rugido que se eleva y se eleva hasta lo más alto, desafiando sus propios límites. En medio de todo ello, Gira ejerció de director de su orquesta manejando a sus músicos con órdenes que a veces parecieran seguir únicamente el modo en que él siente el momento, manejando las dinámicas con el batir de sus brazos, alzando sus manos, retorciéndose, levantándose de su asiento, dando la espalda al público si es necesario, pidiendo más a cada músico, casi nunca contento, capaz de llamar la atención con gestos más o menos sutiles cuando alguno de ellos no capta sus ordenes en el momento preciso, imponente e intenso en todo momento. Es un dictador subyugado por su obra, y actúa como tal.
Durante alrededor de dos horas, Swans desplegaron sus alas con un zumbido ensordecedor que de cuando en cuando martilleaba con ritmos implacables. Alguien dijo a la salida que habían levantado una catedral de ruido, y podría ser una perfecta definición de lo que ofrecieron. Probablemente podríamos explicarlo de muchas otras maneras, pero nada serviría para describir con precisión lo que se siente en un concierto del grupo estadounidense. Es algo que va más allá de las palabras. Hay que vivirlo. ∎
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