“Ding dong, the witch is dead’’, sí, pero su onda expansiva sigue ahí, marcando a fuego a varias generaciones y apadrinando con su infame recuerdo unas cicatrices que ni todo el tiempo del mundo logrará borrar. ¿Que no? Piensen, por ejemplo, en David Peace, un escritor hecho y derecho, un tipo capaz de lidiar con horrendos crímenes y despiadados asesinos que, sin embargo, casi se echa a llorar durante una lectura pública de su novela “GB84” (2004), furiosa crónica de las huelgas de los mineros británicos a mediados de los 80. Peace, por aquel entonces un chaval de 17 años, ni siquiera vivió el cierre de los pozos en primera persona, pero el puño de hierro de Margaret Thatcher se le clavó tan hondo que no tuvo más remedio que sacárselo de dentro en forma de novela.
Pues ahora imaginen que en vez de un crío de clase media, con recursos y posibles, les ha tocado nacer en plena edad de oro del thatcherismo en un barrio obrero de Glasgow y en una familia que malvive gracias a los subsidios. Madre empina el codo a escondidas y carga con latas de lager en el bolso porque la vida ya se sabe. Y padre, un vivales sin escrúpulos que se encama con toda mujer que se monta en su taxi, abandona a la familia en plena mudanza a un inmundo poblado minero dejado de la mano de Dios. Prometedor, ¿verdad? Pues si le añadimos a la ecuación violaciones, abusos, homofobia, reconversión industrial salvaje y tazas de té cargadas con lingotazos de vodka, lo que tenemos es “Historia de Shuggie Bain” (“Shuggie Bain”, 2020; Sexto Piso, 2021), estreno literario de Douglas Stuart (Glasgow, 1976) y abrumador debut que parece cualquier cosa menos una primera novela. Nada chirría. Todo fluye, imponente y atractivo, entre montañas de basura.
Ahí está, rodeado de miseria, Shuggie Bain, un niño amanerado y precoz, un chaval extravagante y algo locatis, al que conocemos con 16 años, malviviendo en una pensión y trabajando en un supermercado. ¿Cómo diablos ha llegado hasta ahí? A eso vamos. Pero antes de que pregunten, sí, Douglas Stuart fue Shuggie Bain. O por lo menos un poco. A saber: hijo de madre alcohólica, gay en un mundo de masculinidades tóxicas y extremas, y pobre de solemnidad en el Glasgow de los 80. Como Shaggie, Stuart tenía todos los números para una vida de suburbio e indigencia, pero la industria textil le salvó la vida: ingresó en una escuela de formación profesional, obtuvo una beca del Royal College Of Art para estudiar diseño y moda y al poco ya estaba instalado en Nueva York trabajando para Calvin Klein.
De esto hace ya más de dos décadas, años en los que nunca dejó de pensar en su madre, que falleció cuando él tenía 16 años, y en esa infancia a la que regresa con sobrecogedora lucidez con una novela que, lo que son las cosas, pasó de acumular rechazos editoriales (más de cuarenta, según el propio autor) a llevarse el Booker de 2020. Para lo primero no hay explicación más allá de la falta de visión de algunos editores. Lo segundo, en cambio, no cuesta demasiado de entender. Porque si hasta ahora la literatura se había ocupado de la experiencia masculina de la devastación tatcheriana, de ese working class hero de orgullo herido y humor de perros, Stuart voltea el foco para fijarse en lo que ocurría dentro de esas casas de habitaciones minúsculas y papel pintado enmohecido mientras los hombres trasegaban pintas en el pub y se abrían la crisma los unos a los otros.
El resultado es una fabulosa historia de infancia e iniciación, de crecer sabiéndose diferente y con pocas más opciones que disimular o esforzarse en memorizar los resultados del fútbol. Una emocionante y a ratos luminosa novela de amor y sordidez, de sed mortal y silenciosa soledad, que gira alrededor de Shuggie y su madre, la maravillosa y trágica Agnes. Un relato, en fin, desgarradoramente político sobre lo que puede ocurrir en un diminuto piso de Glasgow cuando en un despacho de Londres se decide que no habrá más fe ni confesión que liberalismo salvaje. ∎
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