Hace años escuché a un colega decir que Thurston Moore, de Sonic Youth, hablaba de su infancia como de años ideales, en un entorno middleclass sereno y placentero (abono para la nostalgia adulta). Ignacio Julià ha tenido la amabilidad de corroborarme la anécdota, que apuntaba a que Moore, para sentirse auténticamente triste, recurría al “Berlin” de Lou Reed. A Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973) no le ha hecho falta tirar de obras ajenas para escribir una novela terrible que pasa por autobiográfica aunque, como él mismo confiesa, cual lugar común cinematográfico, la realidad supera el relato. Y digo “relato” porque no puede decirse que tengamos entre manos una ficción. Tampoco una autobiografía al uso, porque el tiempo está detenido, casi, en una casa familiar que forma parte del reparto, enclaustrando al lector sin remedio. Un antihogar donde no habría sido posible inspirarse para escribir la bildungsroman anhelada; si bien, cada vez que Oeste insiste en que libros y cómics lo acompañaron en esta pesadilla iniciática, de alguna manera expresa el deseo de lo que él, como niño, debería haber disfrutado. Una infancia normal.
“Vengo de ese miedo” podría andar cerca de unas memorias juveniles que se arrastran hasta los años adultos –el Oeste actual, desdoblado en una identidad forjada para sobrevivir–, en especial porque contextualizan muy bien la ciudad extendida, la del relax (Costa del Sol), en un reverso que entrevemos muy poco: el de las familias de clase obrera que protagonizan, en buena parte, las fotos de Joel Meyerowitz. Gente ordinaria: ni chic, ni aristócrata, ni guiri. Mucha de esta ciudad hay, sobre todo porque, gracias a las entrevistas a familiares y amistades, el retrato coral de la familia Martín Ruiz que su descendiente realiza resulta bastante asimilable al de tantas familias que habitaban Málaga hace medio siglo. Solo que los Martín Ruiz fueron particularmente disfuncionales. El caso del padre, psicopático.
Oeste elabora una crónica del lado perverso del despertar costasoleño, que podría resumirse en un “too much, too soon” en letras de neón que derramaran sangre. Divide el libro en cinco secciones: Padre, Familia, Madre, Hijas, y Padre e hijo. Mantiene al progenitor con vida el tiempo suficiente como para introducirnos en un cuento de miedo donde el niño, inocente, persigue algo parecido al amor y la aceptación; y donde el adulto, por su parte, sigue lidiando con el miedo, el asco, y esa clase de vergüenza antigua que solo el clan puede inocularnos. Se interroga acerca de la deriva de la madre (“mi madre ardió”), y se obsesiona con la herencia transmitida (a sus hijas). El autor surfea de un tiempo a esta parte, anticipando episodios-clave acompañados de una letanía que justifica el título de la obra (“el miedo es el mismo”), cuando la esencia del apego es rasgada, golpeada, dañada, violada.
El pacto autobiográfico es más bien, aquí, un pacto del autor consigo mismo a la hora de narrarnos una historia hecha con trozos de su propia carne, que transmite, por encima de todo, verdad. Oeste no duda en descubrirse, al tiempo que interpela a una generación lastrada por linajes que se perpetúan dando la espalda a sus taras. Mantiene el suspense e introduce una hermosa licencia poética en torno a su propio nacimiento. Lo que sin duda conecta con un propósito no ya de curación –eso no es posible–, sino de liberación. Que es mucho. ∎
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