Película

Samsara

Lois Patiño

Por Quim Casas

20. 12. 2023

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A tenor de los que han participado en la película, “Samsara” (2023; se estrena hoy en salas) puede verse como una suerte de manifiesto del novísimo y más experimental cine independiente español. Está dirigido por uno de los máximos representantes del novo cine galego, Lois Patiño“Costa da Morte” (2013), “Lúa vermella” (2020)–, con guion de Garbiñe Ortega –exdirectora del festival Punto de Vista, editora de libros y productora cinematográfica–, fotografía de Mauro Herce –responsable de las iluminaciones de “Lo que arde” (Oliver Laxe, 2019) y “Sica” (Carla Subirana, 2023), además de director de la fascinante “Dead Slow Ahead” (2015), documental-ficción en las entrañas de un barco carguero– y producción de Señor & Señora, firma creada por los vascos Aritz Moreno y Leire Apellaniz, quienes están detrás de filmes como “Canto cósmico. Niño de Elche” (Apellaniz y Marc Sempere Moya, 2021) y, en otra asociación, Apellaniz & De Sosa, han producido “Leyenda dorada” (Ion de Sosa y Chema García Ibarra, 2020), “Espíritu sagrado” (Chema García Ibarra, 2021) e “Inmotep” (Julián Génisson, 2022). Un ecosistema indie perfecto, entre Galicia y el País Vasco, que sigue buscando su complejo lugar entre la distribución comercial mientras triunfa en sectores más minoritarios y en determinados festivales y espacios cinematográficos.

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“Samsara” llega precedida de un galardón en una sección paralela de Berlín y de su participación en la remozada Seminci vallisoletana, lugares de encuentro de estos cineastas y una serie de críticos y programadores afines a la causa. Todo ello me hace pensar un poco en una sentencia de Jean-Luc Godard: el cine militante solo convence a los que ya están convencidos. En esa franja independiente, experimental y, por qué no, antisistema –entendiendo como sistema la industria cinematográfica española de los Goya, los Feroz, las candidaturas a los Óscar y otro modelo de festivales–, autores como Patiño han hallado su lugar. No es una fisura de ese sistema, que en el fondo les da la espalda, sino un lugar propio y cada vez más reconocible. Tanto, y tan firme a su manera, que el director se ha permitido salir de lo que denominaríamos su zona de confort –una cierta mirada documental, las costas gallegas, la luz de aquellos parajes, una narrativa críptica– para filmar en Laos y Tanzania una historia de transmigración de las almas que, no podía ser de otra forma, recuerda en sus primeros 50 minutos de metraje al tailandés Apichatpong Weerasethakul y sus historias de mutaciones y fantasmas tipo “Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas” (2010). Esa evocación está en el tono, el discurrir lento de la palabra, el acento de documento permeable al relato de ficción y esos elementos fantásticos que, al menos en la cultura occidental, resultan de contemplar la historia de alguien que muere y se reencarna en otra persona, animal u objeto.

La sensación es que hay dos o tres películas en una, aunque todo acaba siendo bastante coherente. En esa primera parte asistimos a la lectura de un libro que un joven de Laos realiza a una mujer anciana a punto de morir. El libro en cuestión es una guía para saber lo que debe hacerse cuando se traspasa el umbral de la vida y se llega al más allá, antes del momento de la reencarnación. También vemos el día a día en un templo donde jóvenes novicios se aprestan a conocer las consignas del budismo para convertirse en monjes y romper ligaduras con su experiencia terrenal o con el animismo. La fotografía y el color son diluidos, mientras el relato se aposenta en tomas documentales con los jóvenes monjes conversando entre ellos o en la lectura del libro que facilitará la transmigración.

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Y de repente, el paso de una vida a otra visualizado con largos planos en negro, otros con la pantalla invadida por intensos colores –amarillo, rojo, naranja, azul– y una serie de tomas con luces estroboscópicas que, ya lo sabemos, porque es así desde los experimentos conceptuales de Ken Jacobs, no son aptos para epilépticos. En el fondo nada nuevo, pues ya está presente en el cine de Gaspar Noé –“Lux Aeterna” (2019)– o, antes, en la secuencia final, la del asesinato de Diane Keaton, de “Buscando al Sr. Goodbar” (Richard Brooks, 1977). A su manera, recoge también el testigo de la concepción del viaje desde Júpiter hasta el más allá en el tramo final de “2001: Una odisea del espacio” (1968), aunque Stanley Kubrick emplea imágenes psicodélicas en vez de estroboscópicas. Patiño le confiere un sentido orgánico a ese pasaje, entre místico y experimental, que también puede caer en el riesgo de la provocación o la experimentación estética. El filme avanza después de la transmutación por parajes africanos, intentando encontrar entre humanos y cabras un sentido a la existencia, su futilidad y su terrenidad. ∎
Experimentar la transmigración de las almas.
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