Por Gonzalo de Lucas→
30. 05. 2023
Durante cuarenta horas, cuatro temporadas y treinta y nueve capítulos entre 2018 y 2023, “Succession” devana la madeja de la transmisión de poder del patriarca Logan Roy (Brian Cox) y su imperio mediático Waystar Royco, sucesión que en realidad es su ausencia o imposibilidad: el padre no lega ningún compromiso moral a sus cuatro hijos, no hay verdadero testigo ni deuda que cumplir. Este vacío desorienta y desestabiliza a los hijos Roy –que acaso por ello también sean malos tahúres, incapaces casi siempre de disimular sus cartas– y los vuelve erráticos, dudosos, náufragos y estériles emocionalmente, y marca su desesperada pulsión de poder como si fuera la única forma de reparación de su quiebra interna. Esta ruptura del linaje moral genera también la ambivalencia oscura con que avanzan y se tensan el relato y sus expectativas: dinámicas fluctuantes, intercambios de traiciones, saltos continuos de puntos de vista, múltiples reflejos de un mundo amoral. Es una cuestión crucial, ya que las ficciones cinematográficas americanas tenían su eje en la convicción de que había una forma moral que se podía transmitir y honrar (esto es lo que aún representaría el cine de Clint Eastwood). Sin embargo, desde el reaganismo –no por casualidad vemos una foto de Logan con él en el último capítulo– ese hilo se cortó, mientras el país se entregaba por completo al culto y la devoción fanática por el dinero; esa dimensión viciada es la que encarna Logan, e implica la anulación de toda alteridad ni empatía (incluyendo la de los hijos: en rigor no hay sucesión posible, solo decapitación y toma de poder). Por esta razón, en el mundo de “Succession” no caben contraplanos del exterior; es un mundo opresivo, asfixiante, replegado en sí mismo. La serie lo contempla sin embellecerlo y generando un efecto de extrañeza en la medida que somos mirones de la intimidad de un lugar que no se expone al exterior: una especie de zoo privado, de ahí que abunden las conductas excesivas, infantiles, grotescas y las segregaciones físicas. Por supuesto, a este mundo llegan advenedizos, trepas como Tom (Matthew Macfadyen), acaso los que tienen más capas escondidas y por supuesto más voracidad para acceder al dinero y al estatus social; esos movimientos, en apariencia laterales, son claves en el tablero narrativo.
Este mundo, en suma, es en extremo frío, opaco, vidrioso; incluso en los lugares más bellos la focalización por parte de los personajes siempre es abstracta, movidos por cálculos y estrategias que dominan por igual todos sus actos sociales. Sin embargo, “Succession” muestra también –y ahí radica su fuerza emocional– pequeños orificios en que la burbuja se pincha y ese mundo se resquebraja, ni que sea por debajo o en un sumidero de inseguridades: destellos del dolor por las heridas infligidas que afloran en los ojos humedecidos de los actores y también en lo que callan o reprimen, como en las escenas de matrimonio entre Shiv (Sarah Snook) y Tom.
Pienso que este equilibrio o balanceo entre lo controlado y cerebral y lo vivo e impredecible –a su vez, entre la descripción de los negocios corporativos y los retratos humanos– es un logro expresivo con que el creador de la serie, el inglés Jesse Armstrong, ha armado una obra tan compacta y orgánica. Está rodada en 35mm, usualmente con dos cámaras, y después de cada escena dialogada y guionizada se procuraba filmar otra más libre e improvisada por parte de los actores, lo que los sitúa en un espacio emocional y vivencial raro de ver en la televisión, marcando ese tono entre crudo y sofisticado. La actuación se hace de este modo muy carnal, pues a medida que pasan las temporadas los personajes se adhieren a la piel de los actores, quienes escriben gestos y reacciones en caliente: es conocido así que el abrazo entre Kendall (Jeremy Strong), Shiv y Roman (Kieran Culkin) en el tercer episodio de esta cuarta temporada, “La boda de Connor”, fue improvisado por ellos. Por el mismo motivo, llegaron a rodar largas escenas de una hora en continuidad, como la del yate en ese episodio o la del funeral en la iglesia en el noveno, en que emplearon cuatro cámaras, con el fin de preservar la fluidez de movimientos de los actores; es decir, los intérpretes son siempre los que guían las cámaras, que los siguen mediante zum, reencuadres y cambios de ángulo (según ese estilo enérgico que que popularizó el Dogma y después adoptaron algunas series humorísticas, y que refuerza el balanceo tragicómico). Esta concepción marca también la estructura de los capítulos a partir de extensas escenas y situaciones centrales –el velorio, la fiesta preelectoral, el seguimiento de las elecciones, el funeral, etc.– que se despliegan de forma coral en múltiples direcciones y ritmos verbales, mediante el juego constante de posibles cambios de posición, que tanta incertidumbre genera sobre la resolución de la trama.
Al final todo se destila en la musicalidad del tono –fijado por Adam McKay, uno de los productores ejecutivos, quien dirigió el primer capítulo– entre la gravedad y lo liviano, armonizando y entremezclando registros diferentes entre la sátira, lo trágico, el folletín de lujo y la minuciosidad novelesca acerca de las conductas: el montaje puntúa veloz las observaciones gestuales, las acciones verbales, las miradas incisivas. Este juego se extiende también a los modos con que los espectadores pueden percibir –de formas muy distintas– las réplicas y el tono cómico que recorre las situaciones y las pullas que se lanzan unos a otros.
La excepcional música de Nicholas Britell culmina esta amalgama formal: de un modo singular en la televisión, se ha ido tejiendo y desarrollando, siguiendo a los personajes, a partir de un tema y de variaciones sobre los acordes de “Strings con fuoco”, según formas clásicas y barrocas pero muy abiertas y mestizas. El compositor ha contado que se inspiró para mezclar el estilo musical de finales del siglo XVII con el hip hop después de ver a Kendall rapeando “An Open Letter To NYC” (Beastie Boys) en el primer capítulo. Y esa escena, por cierto, sirvió también a Armstrong para convencerse de que Jeremy Strong era el actor para el papel. Britell, que llegó a trabajar en Wall Street como comerciante de divisas en 2008, en un banco que quebró, ha señalado que optó por un diseño de sonido imperfecto y algo desafinado para expresar el tipo de ruptura, de disfuncionalidad, de la familia Roy. Su música no solo compone esa burbuja social entre yates, helicópteros y mansiones, también evoca los estados de introspección en que se sumen Kendall, Roman o Shivi. Esta visión de las grietas emocionales define la naturaleza amarga de “Succession” y su impacto en la superficie lisa, en el diseño algorítmico y cada vez más previsible y aséptico de las plataformas. ∎
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