Tras celebrar veinte años como grupo en 2021 exorcizando sus inquietudes más vanguardistas en el mastodóntico recopilatorio de EPs “Year Of The Horse” (larga epopeya prog-punk donde dan rienda suelta a su experimentalismo más voraz, yuxtaponiendo sonoridades, instrumentos y géneros dispares), la tumultuosa banda canadiense regresa a territorios conocidos con un puñado de canciones muchísimo más directas. Este nuevo álbum, cuya producción abarca tres letárgicos años pandémicos (si bien curiosamente todas las guitarras fueron grabadas en un solo día, peculiar guiño al título), puede interpretarse como una nueva entrada en su proyecto de ejecutar sensibilidades tonalmente poperas recurriendo al ruido y la contundencia. De esta manera Fucked Up regresan a una senda ya recorrida por tantos otros grupos desde la eclosión del indie (en este sentido, su permanencia en Merge es del todo lógica); por ejemplo, la dulzura abrasiva que abrazan en diversos puntos los conecta indirectamente con Superchunk. La “falta” de innovación musical y conceptual, sin embargo, no debería por qué perjudicar este ofrecimiento, especialmente si tenemos en cuenta el excedente habitual de energía que cobijan (esa apasionada rotundidad heredada de sus años primerizos como apisonadora estrictamente hardcore).
A nivel sónico, la mayoría de pistas consisten en muros de ruido altamente melódicos, erigidos por las guitarras sobre una sólida maquinaria rítmica, escenario por donde Damian Abraham pasea su característico desgarre vocal. Por lo general, lo que más perjudica las canciones es la ausencia de idiosincrasias inesperadas, alteraciones de la fórmula, ganchos irrefutables y airosidad en la producción (en ocasiones, dado el saturado tráfico de sonidos, amenaza con extenuar). Un tema como “Huge New Her”, por ejemplo, sería más que una metralla decente si no estuviera rodeada de propuestas más imaginativas: avanza imponente, y su resplandor armónico es adictivo, pero no acaba de transcender su esperable condición de “temazo clamoroso” revienta-escenarios. Algo parecido sucede con la épica “Lords Of Kensington”, que insiste en la reiteración estructural amparándose en inspiradoras pinceladas de punteo guitarril filtrado. Destacable es su contenido lírico, un arrebato antisistémico de denuncia a la corrupción mezclado con una nostálgica reflexión sobre los lugares de Toronto que el tiempo ha borrado. También intrigantes son las letras de “Found”, brutal lección de melodías con regustillo a emo noventero donde Abraham lanza una poética acusación autoincriminatoria sobre la injusta toma de terrenos y la devastación del entorno natural que llevaron a cabo sus antepasados. El incómodo sentimiento de culpa transgeneracional contrasta de forma interesante con la naturaleza electrizante de la música.
Aunque composiciones de esta tipología cumplen sin demasiado problema lo que podría esperarse del grupo, sabia es la decisión de intercalar, a modo de oxigenación, temas de talante más excéntrico, como la náutica “I Think I Might Be Weird”, con sus violines sintetizados, o la feminista “Broken Little Boys”, con su ritmo elástico, que los acercan más al mundo del zolo, la new wave o incluso el prog o el math rock. Presentan diseños más complejos aunque no menos accesibles, anclándose en una afabilidad melódica y unas guitarras juguetonas, angulares o directamente ebrias (que asoman también en la más pop-punkera “One Day”): en ciertos instantes la música casi parecería una tosca canalización –cortesía de la firmeza instrumental y el ataque gutural de Abraham– de bandas como XTC, Cardiacs o Split Enz. En la segunda mitad del disco se evidencia de forma muy palpable una influencia que permaneció cohibida en composiciones anteriores. “Falling Right Under” y –especialmente– “Cicada” pueden considerarse vástagos casi directos de Hüsker Dü/Sugar. La primera, que incorpora con gran soltura parones y cambios de ritmo, contiene el que probablemente es el estribillo más orgásmico del set, una versión fluvial del muro de ruido antes mencionado, donde una etérea voz da réplica a los roncos escupitajos de Abraham, diálogo que además acentúa el sentimentalismo lírico de la pieza. En la segunda, el guitarrista Mike Haliechuk toma posesión del micrófono y los mouldismos azucarados alcanzan cotas astronómicas. La cálida-pero-sombría pista se aleja del mero pastiche gracias a una inteligente gestión de dinámicas vocales y la presencia de un bello puente instrumental ornamentado con un canturreo de confusa procedencia (¿es humano? ¿es eléctrico?), vital sonido que remata el ambiente estival-pastoral de la canción.
La veteranía de los canadienses se demuestra en su inherente facilidad a la hora de plantear e interpretar ideas que reúnen lo celestial con lo estruendoso; la sensación de piloto automático, si es que llega a manifestarse, no suele tardar en desaparecer con la irrupción de creativos impulsos compositivos. Y, a pesar de algún que otro color melancólico, el panorama musical aquí dibujado es de una innegable y rabiosa exuberancia que, si bien podría abrumar por momentos, está destinada a atrapar emocionalmente a aquellos oyentes familiarizados con la vertiente más luminosa y triunfal del grupo. ∎
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