La carrera del excéntrico cantautor
Sufjan Stevens incluye dos discos folk, uno electrónico y otros dos que inician una serie dedicada a los cincuenta estados de su país. Tras el de Michigan llega el de Illinois. Su más ambicioso proyecto transcurre en forma de hilarante opereta a través de veintidós cortes –uno más en la edición en vinilo– de impagables títulos que alternan breves interludios instrumentales con canciones propiamente dichas. En las dos partes de la que titula el disco ya se desvelan la mayoría de las claves del proyecto: un majestuoso arrope orquestal con trompetas, violines y coros que alterna con melodías donde usa sus instrumentos característicos, como son el banjo y la guitarra acústica en la celebración del
“Casimir Pulaski Day”. Todo para abordar con surrealista sentido del humor los más variados aspectos del tema escogido, ya sea una romántica historia de amor con
“Chicago” –cuya secuencia de piano, sepultada por una pompa orquestal digna del Muro de Pink Floyd, recuerda nada menos que a Supertramp–, la detallada descripción de la personalidad de un
serial killer en
“John Wayne Gacy, Jr.”, las apariciones estelares de Superman, objetos volantes no identificados, muertos vivientes o una extraña madrastra en
“Decatur”.
Para enfrentarse al asunto se documenta a fondo. Explica que leyó a Saul Bellow, al poeta Carl Sandburg, biografías de Abraham Lincoln, informes de flujos migratorios y libros de historia sobre pequeñas ciudades; de ahí su fascinación por
“Jacksonville”. Todo para elaborar un audaz pastiche que combina estribillos que podría haber formado Nick Drake con guitarras hiperrockeras, agudos falsetes con gravedad existencial, celestiales coros femeninos con arreglos dignos de Debussy y pasajes minimalistas con la exuberancia de Rodgers & Hammerstein. Una imaginación desbocada que está más cerca del glamur de los escenarios de Broadway que de la escena alternativa. ∎