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Firma invitada / Afectos de sonido

El falso Dylan

27. 06. 2023

L

a última vez que Bob Dylan tocó “Like A Rolling Stone” y “Blowin’ In The Wind” fue hace cuatro años. “Mr. Tambourine Man” no la revisita desde 2010, como “The Times They Are A-Changin’”. “Subterranean Homesick Blues” y “Knockin’ On Heaven’s Door” las aparcó hace más de veinte años. “Idiot Wind” lleva treinta y uno cogiendo polvo. Y cuando cantó por última vez “Hurricane” o “Changing Of The Guards” yo ni siquiera había nacido. No es de extrañar, por tanto, que en las once paradas –en Huesca se suspendió por razones climatológicas– de su gira por España, Dylan no haya interpretado ni una sola de sus canciones más emblemáticas.

Ni falta que le hace.

Al Nobel de Literatura se le achaca mucho que plantee y ejecute sus conciertos a contrapelo del gran público, como refocilándose en el despliegue malicioso de su leyenda huraña. Busca fastidiarnos y disfruta haciéndonos sufrir, nos dicen. Intuyo que eso no es así y que su afán elusivo responde más bien a otros códigos. De hecho, yo creo que los silencios de Dylan valen tanto como sus profecías. Y si huye de su mito como alma que lleva el diablo no es porque reniegue de su legado, sino porque el tiempo apremia. Y la gimnasia ética de la reinvención constante también. Hic et nunc, nos dice el genio enjuto de Duluth. Aquí y ahora. De las diecisiete canciones que componen –con ligerísimas variaciones– su setlist actual, nueve son del brillante “Rough And Rowdy Ways” (2020) y cinco del estupendo “Shadow Kingdom” (2023), reinterpretación casi total y en directo de algunas de sus composiciones de la época heroica.

¿Que la gente –así, en abstracto– quiere corear a todo pulmón las canciones que cambiaron sus vidas? Claro. ¿Que un solo sing along bastaría para sanarlos? Sin duda. ¿Que les gustaría grabarlas en sus móviles pero el artista se lo prohíbe? Cierto (y acertado). Pero mientras otros gigantes de los sesenta se embadurnan con la mermelada de frambuesa de la nostalgia y se rinden al trampantojo del autokaraoke, Dylan sigue jugando a las máscaras, afanado como está en mutar sus canciones –ya de por sí llenas de salidas falsas– hasta convertirlas en catedrales de hueso y tierra.

Ahora la banda sigue sus pasos puesta en corro a su alrededor, como para no perderse. Y contenida, como poco. Estajanovista, sí, pero de pulsaciones bajas. Viéndolo aporrear el piano en el centro de la Plaza de Toros de Alicante y levantarse para cantar y volverse a sentar para tocar, como haciendo sentadillas, Bob Dylan se hace como demasiado humano, pero es solo una manera de mantenerse alerta. Luego va y encadena “Most Likely You Go Your Way (And I’ll Go Mine)” y “I Contain Multitudes”, envueltas ambas en una pátina de blues mucilaginoso y de regusto racketeer. Como noir. No digamos ya si versiona de improviso y por primera vez en su vida “Into The Mystic”, de Van Morrison, y le salen bruñidos los versos hacia el cielo denso del Mediterráneo.

Y qué bien está de voz.

Dylan no regala casi nada, pero verlo en 2023 es un regalo. Sus canciones o las tragas con espinas o no las tragas. Toda esa aura enigmática, esa simplificación escénica, su arriscado desafío al público y el regusto amargo (para bien) a tradición sin caspa forman parte de la nueva doctrina dylanita para la era pospandémica. Lección aprendida: hay que avanzar siempre hacia adelante, pero mirando hacia atrás. “Cuesta arriba de espaldas”, como cantaba Bowie. Todo eso choca de frente con la cultura tiktoker de la microatención, por eso es tan difícil sincronizar a este Dylan otoñal con el zeitgeist contemporáneo.

Dylan no toca sus canciones más emblemáticas, y ni falta que le hace mientras siga entregando obras mayores como “Rough And Rowdy Ways”. Sin embargo, aún queda un porcentaje notable de su público –así, en abstracto– que no se lo perdona. Son los que aplaudieron despechados a ese músico callejero que, a la salida de los conciertos –al menos en Madrid y Alicante–, se colocó con un pequeño ampli y un micrófono a masacrar versiones en tono de melaza y gorgorito. Lo mismo “pitinguizaba” “Blowin’ In The Wind” que ejecutaba “Like A Rolling Stone” en clave de ascensor de hotel cuqui. Su “Knockin’ On Heaven’s Door” a punto estuvo de provocar una pandemia de diabetes o, peor, que lo contratase Bertín Osborne. No cabe mayor populismo que ponerse a complementar a Bob Dylan a la salida de un concierto de Bob Dylan. “Señoras y señores, y ahora lo que ustedes querían oír y no han oído”. Ya hay que tener cuajo. Pero, claro, al imitador sí se le podían hacer vídeos, una vez recuperados los móviles. Y se los hacían, vaya que sí. Lo que es el mono. Y algunos coreaban ufanos sus versiones de cartón piedra y fuego de acampada, pensando que en realidad honraban así a su ídolo.

Pero el falso Dylan es, paradójicamente, la mejor explicación de por qué Dylan huye de la trampa de los himnos-sonajero. No es eso, no es eso. El que quiera ver un medley de karaoke nostálgico y mochufa, que se quede en la calle esperando a ese señor, porque el Dylan que “sentía el destino y cabalgaba los cambios” –como escribió él mismo en sus “Crónicas” (2004)– quedó definitivamente atrás hace mucho tiempo. Y si vuelve, será serpenteando de nuevo las expectativas.

¿Reniega el bardo de sí mismo? Yo diría que no. Lo que quiere es seguir trascendiendo. Aquí “Filosofía de la canción moderna” (2022) da las claves. En el libro, tras un peculiar y, ejem, nostálgico zapping musical, muy centrado en los años cincuenta, Dylan reflexiona sobre los porqués de la inmortalidad de algunas canciones. “La música trasciende el tiempo al vivir en él, al igual que la reencarnación nos permite trascender la vida al vivirla una y otra vez”, dice. Es importante porque lo mismo pasa con las mutaciones de sus canciones: le permiten trascenderlas. Y no es que se dé a sí mismo pocas oportunidades de hacerlo. En los últimos diez años –que en realidad son ocho, porque el COVID lo tuvo en el dique seco todo 2020 y hasta noviembre de 2021–, Dylan ha sumado nada menos 616 conciertos. Su “Never Ending Tour” gira a una media de ochenta noches por año.

El día que pare, ya sabemos todos lo que pasará... ∎

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