En su primera visita en solitario a Barcelona, ya en la década de los 90, Chris Bailey demostró de qué material estaba construido. Fue en el ámbito privado. Su novia lo había abandonado previamente al concierto, prendada durante la gira del técnico de sonido. Aferrado a una botella de rioja que no sería la última, provisto de pragmática resignación, el hombre se armó de estoicismo y acometió el recital sin permitir que nada ni nadie lo perturbara. Esa báquica resiliencia sería una de las razones que explican la longevidad profesional de Bailey, artista de culto, como nos referimos eufemísticamente a aquellos cuyos seguidores se cuentan a centenas, no a millares. Lo cual, en este caso, activa la paradoja, ya que en círculos underground su nombre era de los que entre de los de su generación mayor proyección internacional cobraba. Y eso era gracias a The Saints.
Formados en Brisbane en 1975, The Saints se convertían por méritos propios en una de las bandas clave de la Australia de los 80. Al menos en Europa, donde sin embargo formaciones inferiores como Hoodoo Gurus y The Church gozaban de mayor prestigio. Situémonos. Contemporáneos de los Saints y fundados un año antes, Radio Birdman determinaban el cariz a cobrar por el venidero rock australiano post-punk, constituyéndose en relevo del boogie-metal tabernario de AC/DC, Rose Tattoo y otros productos surgidos de la placenta sharpie, fenómeno tribal autóctono en el que se hermanaban las subculturas glam y skin. Radio Birdman recondujo ese discurso proclamándose heredero de la denominación de origen Detroit, en concreto la constituida por el eje The Stooges-MC5. Precursores, pues, del punk, su influencia sería decisiva para hacer del continente australiano una de las mayores factorías siderúrgicas de la siguiente década.
Excepción a esa regla, The Saints elaboraban una alternativa inteligente y articulada, también apasionada y sofisticada, a la blasfemia primordial del imperdible. No escaparían por ello del etiquetaje punk, tan pródigamente dispensado por las multinacionales discográficas. La que le caía en suerte a The Saints, EMI, los fichaba por tres álbumes creyendo haberse hecho con el santo grial. Tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, donde Sire lo licenciaba, “(I’m) Stranded” (1977), su primer LP, se publicitaba como parte de la marejada punk. Arrojaba este, ciertamente, un saldo de rock nervioso y paranoide, pero ni el aspecto de la banda ni la enjundia de sus canciones se ajustaban a ese patrón. En el núcleo fundador de The Saints –Bailey y el turbodinámico guitarra Ed Kuepper– conspiraba un formidable tándem compositor –dotado, ambicioso– al que le quedaban angostas las modas y tendencias.
Afincada en Londres a raíz de la buena recepción crítica, la banda grababa allí otros dos álbumes con los que pretendía trascender una ópera prima en su opinión infradesarrollada y superada ya antes de ser grabada. Secciones de viento expandían momentáneamente hacia el soul la inusitada madurez –ora melancólica, ora majestuosa– de The Saints en “Eternally Yours” (1978) y “Prehistoric Sounds” (1978), ambos editados por Harvest, subsidiaria de EMI. Además de desconcertar a sus seguidores con ese giro del que tanto provecho extrajeron años después Dexy’s Midnight Runners, tampoco sería comprendido un mensaje en el que no cabía ni la retórica ni la insolencia infantil: tan solo una mirada incisiva –y consciente de su impotencia– a un entorno hostil que no iba a cambiar por mucha anarquía que se predicase.
A continuación y por discrepancias musicales –Bailey apuesta por la tradición y Kuepper por la experimentación–, el concepto original del grupo fallecía. Encabezado por el guitarrista, el resto de este desertó en 1979 dejando a la intemperie a Bailey, quien no tardaba en reaccionar, rehaciendo la formación y asentándose discográficamente en Australia. Kuepper se pasará lustros expresando su disgusto: aquello ya no eran los Saints, sino Bailey en solitario acompañado de mercenarios. Por postiza que resultara esa encarnación, coronaría elevadas cotas cristalizando a la postre una suerte de clasicismo rock, lírico y preciosista. Durante dos etapas –1981-1988 y 1997-2012– y once álbumes de estudio más, The Saints protagonizarán episodios gloriosos y otros que lo son menos, víctimas de la brillantez de Bailey pero también de los desencuentros consigo mismo. El suyo era un temperamento volátil –como esa inconfundible voz, que tan desentendida podía mostrarse– acaso debido a su sangre irlandesa, inflamado por el alcohol y las complejidades del alma humana, si es que esa especie la alberga.
El primer escarceo en solitario de Bailey es “Casablanca” (1983), grabado sin banda en París, desde donde el prestigioso sello New Rose patrocina el resto de su producción solista. Dividido entre Europa y Estados Unidos, simultaneando su actividad con The Saints, dará de sí esta faceta otros seis trabajos, algunos de ellos grabados en América y Suecia. Un período en el que del mismo modo acredita colaboraciones con Johnette Napolitano, Nick Cave y Paul Kelly. Su última obra, “Bone Box”, repaso a lo mejor del cancionero Saints, data de 2005. Desde la gira francesa transcurrida en 2007, acompañado únicamente de su guitarra, no se le conocían actividades. Ni con los Saints ni por su cuenta conseguía Bailey realizar un potencial que, por las razones que fuera, nunca consiguió traducir a público o ventas. Repose, pacífica o beodamente, en el mismo panteón que les corresponde a Alex Chilton, Nikki Sudden y otros invictos perdedores, románticos sin remedio. ∎
Circula por el oído como una exhalación, pero deja profunda huella en quien sepa escuchar entre líneas este torbellino de existencialista voltaje hormonal. Anfetamínico, envuelto en electricidad marmórea, clásico con letras de molde del año de gracia de 1977, cuatro pistas y dos días bastaron para plasmar este eslabón perdido entre New York Dolls y Sex Pistols. “Estoy perdido y voy sin dirección”, decía el himno de alienación que le da título y primero de sus singles. En su día publicado en España con la preceptiva pegatina “punk rock”.
Contabiliza este el tercero de los álbumes de The Saints y último del período Kuepper. Abandonado el lastre punk, incursionan en el soul céltico rebajando la presencia de guitarras, siempre certeras y creativas, para incrementar vientos, ya presentes en “Eternally Yours” (1978). Acaso un velado homenaje a Van Morrison, su escasa aceptación precipitó el adiós a EMI. Introvertido y pesimista, incomprendido, adelantado a su tiempo, azotado por disidencias internas, cuarenta años después se conserva extraordinario.
Espléndida vuelta de tuerca, abordan los Saints en su sexto título rock de cámara escrupulosamente detallado, arropado por frondosos arreglos orquestales. En realidad, una nobiliaria síntesis de lo comprendido en sus anteriores trabajos. Pop, rock y soul hechos verbo, conjugados con brillantes arreglos, sinceras palabras y honestas emociones. Para muchos, su obra más perdurable. Lo que nadie pone en duda es que contiene la mejor de las baladas escritas por Bailey, “Ghost Ships”. Decadente pero embriagante.
Condicionado por presupuestos modestos, especialmente en lo que se refiere a su producción en solitario, Bailey conocía una excepción con el tercero de sus discos. Elaborado en los legendarios estudios Ardent de Memphis, se comporta, sin embargo, “Demons” según cánones británicos. El mejor de sus trabajos sin los Saints, podía pasar perfectamente por obra de estos. Suntuosa declinación poética, ornada con arreglos de cuerda y metal, contiene otra de sus mejores baladas –“Bridges”– y destila litros de dulce desencanto.
Prolongación del anterior, solo que esta vez la fórmula apuesta por la descompresión. La (anónima) cobertura instrumental se inviste de ligereza, marcando esa ingravidez el pálpito cardíaco de otra de las cimas de Bailey sin los Saints, aunque, como en “Demons”, cueste diferenciar de lo realizado con estos. Canciones sin desperdicio, la pericia metafórica de las letras y una pastoril envoltura que sugiere a los Slim Chance de Ronnie Lane departiendo con el Dylan de finales de los 70 hacen de este otro de los tesoros perdidos de Bailey. ∎
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