A excepción, quizá, de Glenn Miller, hay que tener ya metido, como mínimo, el dedo gordo de un pie en las aguas del conocimiento musical para saberse el nombre de algún trombonista célebre. Por buenísimos y carismáticos que hayan sido Rico Rodriguez, Joe Bowie, Fred Wesley o, incluso hoy, Trombone Shorty, sus nombres no han trascendido a la esfera popular.
Willie Colón escapa por los pelos de esta condena al ostracismo por un par de razones. La primera: como Miller, su rango también era el de “director de orquesta” y, por eso, los primeros discos junto a Héctor Lavoe iban a su nombre y con su foto en portada, siguiendo la tradición de grabaciones de orquestas latinas. Y la segunda: su aportación a la música tiene un valor cultural tan incalculable que es imposible obviar su nombre a poco que uno se ponga a hablar (o a bailar) salsa.
Si Lavoe era “El cantante de los cantantes” y, ya puestos, Rubén Blades “El letrista de los letristas”, deberíamos aceptar también que Colón es “El trombonista de los trombonistas”. De hecho, y siguiendo con este jueguecito de repeticiones superlativas, si la salsa es una “música de músicas” es en buena parte gracias a la manera en la que Willie Colón entendió y forjó este estilo.
Más allá de si su instrumento era el trombón de varas, este músico del South Bronx quiso en 1965 que su música tuviera una estrecha conexión con el día a día de “El Barrio”; del Spanish Harlem de Nueva York donde habitaba toda la diáspora latina, especialmente la de Puerto Rico (de ahí era su ascendencia). Un sonido mil leches y orgulloso que combinaba con desfachatez elementos del folclore musical sudamericano con el carácter urbano (callejero, vacilón, malote...) de los jóvenes nuyoricans a los que apelaba.
Colón empezó como un músico del pueblo tocando para el pueblo. Al principio, ese pueblo era el de su bloque de pisos. Pero, con el tiempo, fue enriqueciendo la receta e incorporando más ingredientes a su música hasta que esta dejó de ser solo “salsa brava” o “salsa nuyorican” para ser el estilo que mejor representase en su variedad a toda América Latina.
Pero ahí ya llegaremos. De momento, empecemos por los años Lavoe, los del preboom de la salsa, los de aquel tiempo (segunda mitad de los 60) en el que dos adolescentes decidieron que la joven música latina tenía que sonar a “montañas de cubos de basura apilados en la esquina”, según sinestésica metáfora de César Miguel Rondón en su enciclopédico “El libro de la salsa” (1979), o a “redada policial en el East Harlem”, según Francisco Casavella en uno de sus múltiples esfuerzos retóricos por deshorterizar la salsa.
Entre 1967 (año de publicación de su debut, “El malo”) y 1973 (año de “Lo mato”, último álbum de la primera etapa con Héctor Lavoe), Willie Colón publicó nueve discos que cambiaron el rumbo de la música latina para siempre. Coexistían en la misma época otros músicos de similar órbita que se planteaban desafíos artísticos parecidos (Ray Barretto o Eddie Palmieri, por ejemplo). Pero la adoración entre el nuevo público que encendía la dupla Colón y Lavoe era otra cosa. “Nuestra cosa”. Su magnetismo y carisma los hacía superhéroes de barrio. O mejor incluso: supervillanos de barrio.
Esa imagen de gánsteres de peli en blanco y negro que gastaban para parecer mayores o más “malos” de lo que eran (al menos, en el caso de Willie era puro disfraz; con Héctor, ya tal), ese insolencia juvenil que todo lo puede, ese conchabeo entre ambos tan difícil de impostar (“¡Guapéalo, Willie!”, le grita Lavoe en varias grabaciones a Colón antes del solo de trombón) eran parte del secreto de su fórmula imbatible. Hasta que se torció…
Una de las canciones más complejas y libres de su etapa como salsero romántico. Letra de tema grande (la llegada de la muerte) y sentido del storytelling muy astuto: tanto música como versos desembocan en una gran revelación final.
Aunque pueda parecer un tema menor, en este cruce bastardo entre bomba y guaguancó está el quid de toda la salsa brava que vendría después: reglas del folclore musical latino reventadas, rentrée atómica (es un subidón explosivo de manual), español como lengua vehicular en tiempos de bugalú en inglés, añoranza de Puerto Rico...
Dedicada a la diosa del mismo nombre del folclore campesino y afrovenezolano, es esta una canción de rítmica compleja y sección de vientos gruesa. O cómo ponerle banda sonora a imágenes y conceptos como la naturaleza, el amor, la paz y la armonía (los que representa la deidad María Lionza) y salir airoso.
Suma memorable del estilo Colón-Lavoe que ha acabado siendo una de las piezas más queridas por las nuevas generaciones de admiradores del dúo. Aquí se encuentran el fatalismo de “Todo tiene su final”, las instantáneas de barrio chungo de “Calle luna, calle sol” y el clásico riff de inicio poderoso en la estela de “La murga”.
“Cosa nuestra” se abre con un arco iris de felicidad pura: una canción para oyentes de 0 a 99 años inspirada en la melodía de una tonada infantil de Ghana. Cuando hay alegría, ya no importa si el envase es bomba, si es oriza o si sigue un patrón 6/8 africano. Esto es pop. ¿Afropop, quizá?
A partir de una composición del gran Tite Curet Alonso, Blades y Colón empezaron a contornear el sonido de la salsa con conciencia. En lo instrumental, Willie aporta un interludio y una cola de vientos pegadiza como un chicle: ni siquiera Blades puede resistirse a tararearla por encima como si fuera George Benson.
Guapería: dícese de las acciones de “los guapos” (en América latina: los pendencieros, los bravucones, los perdonavidas). También la Guapería es el área conflictiva que todo el mundo detecta (y suele esquivar) de un barrio. Como las calles del viejo San Juan de Puerto Rico que dan nombre a este tema. Aunque en realidad, la canción habla de cualquier zona urbana con bares, burdeles y trapicheos. Por cierto, cuando Lavoe azuza a Colón a la voz de “¡Guapéalo!”, ¿qué le está pidiendo exactamente?, ¿qué embellezca o que envilezca la canción?
En uno de los momentos vitales más bajos de Lavoe, su amigo Willie Colón, produciendo, y Rubén Blades, escribiendo, le echan un capote con esta canción monumental sobre su persona y su personaje. Junto a “Periódico de ayer”, el drama salsero más fastuoso y emotivo jamás grabado. Cuando se abre el exuberante interludio instrumental de Colón en medio del montuno, parece que la canción se desborde en formato scope. Es “Carlito’s Way” antes de “Carlito’s Way”. Una mascletà arreglística.
Se aceptan metáforas locas (¿un buque entrando a puerto?) y comparaciones disparatadas (¿es este riff tan rocoso e inapelable como el de “Highway To Hell” de AC/DC?) para intentar hacer justicia al fraseo de trombón que arranca esta apropiación del folclore musical panameño. Luce mucho aquí Willie porque sopla como un ciclón tropical, pero Yomo Toro al cuatro y Héctor a la voz están también huracanados. Un dream team de la salsa en todo su esplendor.
Si fosilizáramos esta canción en ámbar, dentro de unos milenios podrían extraer de “Barrunto” todo el ADN de la salsa. A partir de una guaracha amorosa de Tite Curet Alonso, Lavoe y Colón hacen diabluras festivas. Aun sin verles, se nota a los músicos mirándose entre ellos, chuleándose, alineándose, gustándose. Suenan convencidísimos ya del linaje de soneros mayores que habían alcanzado. “Soba, mami”, dice Héctor juguetón antes de que Colón rompa a llorar con el trombón. Y va y le planta unos “la-la-las” y un “que viene la jara” (la policía) por sombrero. El contraste entre un texto que habla de “angustia, melancolía y desilusión” con la jovialidad creativa y performativa explica por qué la salsa tiene un poder de seducción tan grande: porque baila y sonríe incluso en la miseria. ∎
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