La primera vez que oí hablar de Yeah Yeah Yeahs fue la primera vez que entrevisté a Christina Rosenvinge. Ella me los recomendó en 2002, recién regresada a Madrid después de una larga temporada en Nueva York. Era la banda de la que todo el mundo estaba prendado allí, y recalcó que su cantante era muy carismática. Por entonces la información no circulaba con tanta inmediatez a través de las redes, pero, unos meses después, su primer álbum –“Fever To Tell” (Interscope, 2003)– vio la luz y entendí el porqué de aquel fervor. Tanto que, en cuanto me enteré de que ese verano iban a tocar en el festival portugués de Paredes de Coura, lié a unos amigos para ir. Llegué virgen de imágenes del grupo y, en cuanto los vi en acción, se produjo el flechazo. Fue un concierto breve e intensísimo, sucio y catártico, con una energía sexual arrebatadora, salvaje. Uno de los mejores que he visto en mi vida.
Tras leer la imprescindible historia oral de Lizzy Goodman “Nos vemos en el baño. Renacimiento y rock and roll en Nueva York, 2001-2011” (2017; Neo-Sounds, 2018), puedo comprobar que fueron muchas las personas que tuvieron esas mismas sensaciones por aquella época, lo que contribuyó a generar unas expectativas que nunca llegaron a cumplirse del todo. Cuando los volví a ver en directo en su primer concierto en España, en el Primavera Sound de 2006, gran parte de la magia, la urgencia y la intensidad se había perdido en algún lugar, quizá también en la gran explanada del escenario principal del Fòrum a plena luz del día. ¿Qué había ocurrido?
“Fever To Tell” gozó de una razonable acogida de público y de crítica, pero no llegó a ser del todo el bombazo que se esperaba. A la banda la cogió agotada, tanto por las inseguridades que alargaron el proceso de grabación como por la presión, y por una gira que no podía mantenerse tan al límite durante tanto tiempo. En octubre de 2003, Karen O sufrió un accidente mientras actuaba en un festival en Sídney (Australia) y el susto le hizo bajar el pistón. Su ímpetu escénico ya no volvió a ser el mismo. Mantuvo su magnetismo, pero esa actitud suicida y la sensación de peligro pasaron a mejor vida. Se mudó a Los Ángeles y cambió de novio: Angus Andrew, del grupo Liars, por el cineasta Spike Jonze. Comenzaron a aflorar las tensiones entre los miembros de la banda y el segundo álbum, “Show Your Bones” (Interscope, 2006), respondió a ello con unas canciones más aplacadas de lo habitual. El grupo que pudo reinar no dio el pelotazo, pero tampoco se hundió. Supo cómo sobrevivir en una zona cómoda, entre el estatus de culto y el lujo alternativo-mainstream, y se pudo permitir trabajar con mayor lentitud y buscar otros caminos sonoros. “It’s Blitz!” (Interscope, 2009) fue un disco pop plagado de celofán y odas a la pista de baile con un inesperado éxito comercial, pero mayoría de canciones flojas. “Mosquito” (Interscope, 2013) apareció sin presión, con la banda aparentemente ya en segundo plano y un contenido que merecía mucho más reconocimiento del que tuvo.
En estos nueve años solo se han vuelto a juntar de vez en cuando para conciertos puntuales. O, incluso, para ofrecer una de las más delirantes actuaciones online vistas durante el confinamiento de la pandemia, con Karen “performando” desde el interior de su armario y Nick en un televisor dentro del mismo. Como no han publicado nada nuevo desde entonces, parecía que la banda había dejado de ser algo prioritario para sus componentes, más centrados en sus propias historias. Pero han anunciado su gira más extensa en años, con presencia estelar en grandes festivales, y hace pocos días confirmaron que habrá canciones nuevas. Esto viene a indicar que, tal vez, durante la ausencia, el grupo ha conseguido revalorizar el interés que había en torno suyo. ¿Podemos esperar una resurrección o se quedará todo en simple nostalgia de lo que pudo haber ocurrido? ∎
La bisagra entre los Yeah Yeah Yeahs más lo-fi del inicio y la versión ligeramente más depurada por David Andrew Sitek. Este tema incluye muchos de sus elementos definitorios: una guitarra abrasiva y un texto que fantasea con crímenes violentos. Se rescató en la reedición deluxe de “Fever To Tell”.
Aparentemente, nadie toca el bajo aquí, pero hay un ritmo desaforado entre guitarras como cuchillos, mientras que la voz de Karen O se pone al borde del orgasmo. Emergencia post-punk y una celebración de la noche en aquella Gotham que se descubría a sí misma, donde dicen que te podías sentir libre y salvaje.
Comienza con un riff de garage rock primitivo y una batería a piñón y, sobre ese mugroso colchón, la vocalista se lanza a tu cuello: “¡ha!” “¡aahhh!”, “puedes quedarte tu lengua negra” y, luego, más jadeos, a-has y yeah-yeah-yeahs. Un clásico en sus directos que busca resucitar a los muertos.
Dos minutos perfectos. Comienza con una guitarra infecciosa, sincopada y chillona. Cuando llega a los 45 segundos, se pone a atronar mientras Karen canta su estribillo: “Bam-bam-bam-bam-duh-duh”. A la altura del primer minuto, pausa con armónicos de atmósfera gótica. Todo vuelve a empezar hasta que se fragua un desenlace con la misma guitarra del principio, lanzándose por el precipicio.
Power ballad arrebatadoramente romántica, se beneficia no solo de la tierna y sentida interpretación vocal de Karen, sino también de una estructura inusual: su introducción de guitarra y batería, sus sonoridades, sus estallidos y sus quiebros hacia la épica eléctrica. Y un cotilleo: se dice que “Maps” no significa “mapas”, sino que es el acrónimo de “My Angus Please Stay”.
Abre con una guitarra saturada en armónicos que ya te deja atrapado, pero lo que viene después es incluso mejor. Una melodía adictiva y un estribillo que aparece en el minuto 1:15, precedido de la frase “ojalá pudiera volver a comprar a la mujer que robaste”. La “Y” del título se refiere al cromosoma masculino, y la canción habla sobre cómo escapar de una relación abusiva.
Su himno de resiliencia contra el engaño amoroso comienza con una de las clásicas introducciones instrumentales del grupo y una dulcísima melodía vocal (¡Chrissie Hynde!) hasta que Karen canta “a veces pienso que soy más grande que el sonido”, las guitarras se enmarañan y conducen a un nuevo quiebro, como si quisieran boicotear todo el potencial comercial de la canción.
El gran tesoro oculto de su discografía es el cuarto corte de un EP registrado en 2004, en plena gira de su primer álbum, pero publicado posteriormente. Sobre un riff absolutamente épico, Karen canta con gloria enfurecida, con violencia y misterio, sobre algo así como tirar al mar a las criaturas de la noche salvaje.
Un hitazo electropop con el que la banda llevó a un nuevo plano su obsesión romántica con la vida nocturna. La letra invita a fantasear con el escapismo, con cazadoras de cuero y crímenes de amor, y ese anonimato en la oscuridad de la pista de baile, donde nadie pregunta tu nombre.
Después de cada subidón hay un bajonazo y, cuando se han sufrido muchos, uno aprende a reconocerlos y asumirlos. Al final del frenesí rítmico de “Mosquito”, la melancolía y la vulnerabilidad. La abordan rozando los clichés (líricos y sonoros) de la autoayuda, pero rezumando sinceridad y poder de movilización emocional.
Tras sus dos primeros EPs –“Yeah Yeah Yeahs” (2001) y “Machine” (2002)–, Karen O, Nick Zinner y Brian Chase se apoyaron en la producción de David Andrew Sitek y las mezclas de Alan Moulder para llevar su sonido a una nueva pantalla. Yeah Yeah Yeahs quitaron la caspa al garage y al punk más monolíticos y los dotaron de carácter y frescura, con la vibración añadida (¡Siouxsie!) del revival post-punk que empezaba a crecer. Doce temas en 36 minutos plagados de estallidos y sacudidas inesperadas, encendidos en letras que esgrimían la confrontación con inteligencia y encanto. Su obra maestra.
El difícil segundo álbum hizo honor a ese mito, pero fue todo lo contrario de lo que indicaba su título. La banda no solo no enseñó aquí sus huesos, sino que se mostró insólitamente contenida. Pero también se dejó llevar por los atisbos de comercialidad que habían vislumbrado anteriormente con “Maps”. “Cheated Hearts” supone la continuación de aquel hit y, junto a “Turn Into”, dejaba ver a un grupo que estaba canalizando la fiereza de antaño hacia un pop de regusto alternativo capaz de llegar a todo el mundo. No fue lo que se esperaba, pero resiste el paso del tiempo como un buen disco.
“Zero” y “Heads Will Roll” fueron las deslumbrantes puntas de lanza de la nueva encarnación de la banda en forma de odas a las pistas de baile y las bolas de espejos. Nick Launay se unía al elenco de productores para conseguir un estilo más sofisticado y sintético, y la voz de Karen mantiene su poder de seducción aunque sus letras pierden pegada. En los medios tiempos la purpurina llueve sobre un romanticismo más estandarizado y, por momentos, almibarado. El sencillo “Skeletons” podría sonar en los créditos finales de alguna película de Disney. A la crítica anglosajona le encantó, y no lo entiendo.
Portada horrorosa para un disco divertidísimo y libérrimo. El trío se lanza al ritmo con más decisión que nunca, y a una temática general inspirada en el fantaterror de serie B al tiempo que recupera parte del vigor eléctrico de sus inicios. Como los Arcade Fire de “Reflektor” (2013), pero sin su pretenciosidad, abrazan también la música negra y no solo por el coro góspel de “Sacrilege”, sino también por las apariciones de Dr. Octagon y James Murphy –como productor– en “Buried Alive”. La mayor sorpresa: introducen el bajo (muy marcado) por primera vez en la carrera del grupo. Lo tocan Karen y Nick. ∎
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