Hay algo de guion entre el
nordic noir, el surrealismo
lynchiano y el enfoque metacreativo de Remedy (“Alan Wake”) en la historia que desemboca en
“Hadsel”: después de una crisis personal que lo llevó a cancelar toda una gira de
Beirut a finales de 2019, y a plantearse, cuenta, el daño que podía hacerle a sus compañeros de banda y a otras personas de su círculo –tanto profesional como personal– con su depresión, decidió darle un giro radical a su vida. Se lo había recomendado una amiga: quizá la clave era mudarse un tiempo a algún lugar frío, a algún lugar inundado por la noche, una especie de Night Falls –el norteño pueblo ficticio en el que el mencionado Alan Wake renta una cabaña, tras una sugerencia de su mujer, para tratar de superar su bloqueo de escritor–.
El sitio escogido fue Hadsel, una remota isla al norte de Noruega. Alquiló una casa con un armonio, un órgano de pared, y cuando llegó, la dueña, al enterarse de que era músico, le introdujo al experto organista del pueblo. El hombre, un tal Oddvar, le dio acceso al enorme órgano de la iglesia, y ante él Zach Condon exorcizó sus demonios con devocional reverencia, tal y como lo sentimos en la profunda melancolía del arreglo menor de ese introspectivo solo que es
“Melbu”. Los meses pasados allí, en Hadsel, calaron profundamente en él, y se nota en cada segundo de su nuevo trabajo. Cuando llegó de vuelta a Berlín, poco antes de que la pandemia estallara, se encerró en su apartamento a revivir nítidamente cada momento vivido. De nuevo en aislamiento recuperó todo el material que había recopilado –grabaciones de percusiones de madera y piedra, pistas de órgano, letrillas, impresiones– y le dio forma a “Hadsel”, recuperando la intimidad casi confesional y el espíritu casero y
do it yourself de sus primeros trabajos como Beirut.
El resultado es un disco de aceptación y de despedida, que abraza nuevos comienzos y que responde siempre a la idea de sanación, que no teme pasarse de optimista y que confía en la capacidad redentora de la música por encima de todo. Que se crece en su aislacionismo. Las señas de identidad están ahí: ese engole lírico y falsetado en la voz, los metales heredados de la música balcánica. Pero hay quizá un interés nunca antes visto por el aspecto coral, por los arreglos orientados a las cuerdas –clarísimo en la homónima
“Hadsel”– y por la solemnidad del órgano que tan bien encajan en la música de las pequeñas iglesias de la Europa nórdica. También por las cancioncillas navideñas, como demuestran
“Süddeutsches Ton-Bild-Studio” –que desemboca en un drone de madera bastante animatrónico y se diluye en una minimalista abstracción sintética mientras la lluvia golpea en el cristal– o la campanas de
“Baion” o
“So Many Plans”, por otro lado el tema más reconocible de todos.
Y es que aunque por momentos “Hadsel” se mantenga en los tonos terrosos a los que acostumbran Beirut, es la primera vez que Condon suena tan entre el gris y el azul, más frío, aprovechando no solo la evidente ambientación y el enfoque musical, también su renovada y creciente curiosidad por la música de sintetizadores y las maquinitas electrónicas que le han permitido no solo construir toda una coral masculina
sampleando y
loopeando su propia voz, también profundizar en las texturas. La nieve parece engrosar
“Artic Forest”, un buen ejemplo de esta calidez de jersey gordo que teje todo este trabajo, una hoguera en plena ventisca. Y las mismas máquinas de ritmos que le dan a
“Regulatory” la excusa para salir a bailar –
full “The Last Of Us 2”
este momento– conducen
“Baion” hacia esa niebla blanca que surge de la nieve en condensación agarrada a todas partes. En
“Spillhaugen” la luz del órgano reclama siempre su espacio entre los pocos resquicios que se abren en el cúmulo de sintetizadores. Una constante, en el fondo, en todo este nuevo álbum. Hay luz en la oscuridad.
“Nunca es tarde para encontrar dónde estás […] Nunca es tarde para descubrir quién eres”. Nunca es tarde. ∎