Álbum

Playboi Carti

MUSICAWGE-Universal, 2025

26. 03. 2025

Son varias las paradojas que se abren al escuchar un disco como “MUSIC”. Pero todavía más las que sugiere la figura de Playboi Carti, convertido indiscutiblemente en el rapero más relevante para toda una generación sin tan siquiera saber rapear. O, al menos, no hacerlo según los cánones de siempre, tergiversando tergiversaciones previas, poniendo contra las cuerdas purismos varios y tensando hasta al límite la propia idiosincrasia de todo un género.

Lo que empezó como un latiguillo despectivo ha terminado convertido en el propio concepto a partir del cual erigir una de las discografías más heterodoxas del hip hop contemporáneo. La limitación técnica como acicate para apostarlo todo a la intuición y hacer del mumble rap una paleta vocal por la cual salirse de órbita, renegar de la sustancia lírica y rendirse a la forma como meta expresiva. Bases de sintetizadores edulcorados, vibes y codeína, primero –la absurda aspiración hypebeast de la década pasada convertida en puro arte callejero vía plugg y cloud rap en su mixtape homónima de 2017; la cúspide hedonista del trap alcanzada en “Die Lit” (2018)–. Luego, la disrupción rage, con el punk ayudando a resetear los impulsos de un género que agonizaba. Y es que tras el shock de un álbum como “Whole Lotta Red” (2020), los hallazgos sonoros más estimulantes de este último lustro en el trap hay que buscarlos –escondidos entre mucha morralla, todo hay que decirlo– en los discos de Yeat, OsamaSon o Yung Kayo, no en los de Future, 21 Savage o Lil Uzi Vert. Con ese álbum, Playboi Carti terminó de asentar su ya creciente culto, pero sobre todo generó un übermainstream totalmente dislocado que en su tercer largo de estudio alcanza su delirante cénit.

Hay un cortocircuito en el auge de Jordan Terrell Carter a lo más alto del ecosistema del nuevo hip hop, que, si no es paradoja, es prejuicio: ¿de verdad una horda de adolescentes escucha esta música con tal fervor religioso?, se podría preguntar alguien que, no familiarizado con los estilemas del rage, le diera play a “POP OUT”, el primer corte del disco, para encontrarse con una bienvenida de 808s atronadores pasados por una trituradora de distorsión digital que se siente como si tus neuronas se fueran de rave mientras te hacen un TAC. Esa grieta abrasiva que se abrió en “Whole Lotta Red” sigue resonando aquí: en “MUNYUN” la canaliza anfetamínicamente hacia una sesión de spinning nocturna con pátina de mensaje motivacional; en la eléctricamente vaporosa “I SEEEEEE YOU BABY BOI” lo hace sobrevolando espiritualmente la Suecia de Bladee; en “WAKE UP F1LTHY” la comprime en un monocromatismo resacoso; y luego está el loop de guitarra eléctrica de “COCAINE NOSE” pasándose de frenada en su impostada e inofensiva gravedad nu metal. Son bocanadas de ultratumba que no copan el largo recorrido del álbum, pero incluso cuando Carti rebaja los BPMs y desecha la agresividad, incluso entonces, siempre hay algo que incomoda o desquicia, ya sea una mezcla al borde del clipping, un fraseo inesperado o unos snares totalmente fuera de lugar. Sea como sea, esto no es música acomodaticia.

Por eso, en cierto modo, podría sorprender su popularidad: si esto es un blockbuster, lo es solo por su cast y sus números, porque aquí apenas se busca la extracción de hits para la radio, ni mucho menos hay una voluntad de armar una obra vehiculada por una narrativa o por una concepción del show business que se parezca en algo a, por ejemplo, las montañas rusas sonoras de Travis Scott –a pesar de conjurar en ciertos momentos una teatralidad a base de intros y outros sintéticas que en Carti no terminan de encajar del todo, rompiendo con el momentum frenético de su propuesta–. Al contrario: esto es el resultado de un nuevo tipo de estrellato musical del cual Playboi Carti se ha convertido en paradigma, un misticismo cincelado durante años a golpe de canciones filtradas, snippets y engaños con los que hacer crecer la expectación de posibles lanzamientos. “MUSIC” presenta un antirrelato que, justamente, encuentra su valor en una lógica anárquica pensada para ser troceada en redes sociales o para ser revigorizada en el directo. Una propuesta basada en el exceso y la impulsividad que solo se sostiene por la capacidad de amalgamar y cabalgar el caos de su protagonista. Si el disco tiene un único foco durante sus 30 canciones, este es el propio Playboi Carti.

No es casualidad, por lo tanto, que se pierda todo el fuelle cuando su espacio lo ocupan unos featurings redundantes y apáticos: Travis Scott, Lil Uzi Vert, Young Thug o un Future cuya presencia, más allá de sus propias apariciones, se mantiene omnipresente en los flows que Carti le roba. Sospechosos habituales de un trap convencional y autoindulgente, con la única sorpresa, por partida triple, de un Kendrick Lamar que se postula como el Keyser Söze de este Circo de Villanos S.A., pero que fracasa en su intento de establecer un mínimo de química con el anfitrión. Con todo, es la influencia de un ausente Lil Wayne –empezando por esa declaración de intenciones egomaniaca de la portada del disco, “I AM MUSIC”, que Carti toma prestada del rapero de Nueva Orleans; a la postre, el narcisismo de la frase hubiera sido un título mucho más apropiado que el actual, soso y genérico en comparación– la que infunde a “MUSIC” una cierta idea unitaria, anclando el álbum en la nostalgia de los tiempos de DatPiff y de esas mixtapes atiborradas de tags enfáticos. En este caso, el escudero de Carti es un motivado DJ Swamp Izzo que salpimenta la mayoría de temas con sus gritos y sus risas de granuja de serie B, y cuya presencia denota el regreso del rapero a los tropos de su Atlanta natal, tirando del hilo sónico patentado por Lex Luger y compañía hace quince años.

En muchos temas, sin embargo, ese legado corre el riesgo de quedar envasado en un vacío aséptico. Solo cuando Carti, incentivado por las producciones de F1LTHY, Ojivolta o Cardo Got Wings, se atreve a desgarrar la bolsa de influencias y desparramar su sustancia por el mero gusto de hacerlo, solo ahí, es cuando el disco parece encontrar su propia razón de ser. En “CRUSH”, jugando con un dramatismo libidinoso, oficia una misa de góspel-trap en 8 bits. En la radiante y pegajosa “LIKE WEEZY” –en homenaje a Wayne– se abre al optimismo bailable del futuristic swag. Y en “BACKD00R” se pone melódico encima de una base de chipmunk soul, impulsado por un K.Dot que sustituye a SZA por Jhené Aiko. Ese tema completa una tríada de canciones en las que el rapero parece abrir algo parecido a su corazón… Claro que el contenido de las letras corrompe esa idea: en “RATHER LIE”, una centelleante gema de pop-trap ahogada en cloud rap, básicamente romantiza el gaslighting junto a un experto en la materia, The Weeknd, mientras que la toxicidad de una letra como “my bitch so bad, she can’t even go outside” en “FINE SHIT” –aproximación al sexy drill de Cash Cobain, pero sin el drill– habla por sí sola. Bases exquisitas para un tipo con un historial más que cuestionable, arrestado hace un par de años por presuntamente agredir a su pareja.

Que el contenido lírico de Carti quede relegado a una funcionalidad plástica no quiere decir que de sus temas no emane un ideario al que prestar atención –ya sea para descartar su escucha si la moralidad del oyente entra en conflicto; ya sea para contextualizar y tomar consciencia de qué se está escuchando exactamente–, más cuando este se puede correlacionar con su propia realidad vital. En la mayoría de cortes es un fondo atado explícitamente al sexo, las drogas y, sí, el rock’n’roll. Pero incluso en el rancio ethos del rockstar –por muy llevado, vía trap, a renovados códigos centennials que esté–, se puede colar algún resquicio de mínima honestidad, ni que sea a través de una reafirmación de cuna –“I’m a crack baby, ho, I was raised off dope”– empastada en medio del glitch hop armado de “SOUTH ATLANTA BABY”, o las sombras ominosas –“All of my friends are dead, leave ‘em in the cold, put ‘em in the tundra”– y las revelaciones paternales –“I was twenty-four when I had lil’ Onyx / (Then I had a daughter, I got a daughter too) / Twenty-seven when I had Yves / Now I can finally sleep”– de “HBA”, lo más cercano a un ejercicio lírico de Carti y (no por esto) uno de los mejores temas del disco: amenazante y rasposo, uniendo Atlanta con Memphis vía el horrorcore para dar con la banda sonora perfecta para enterrar enemigos.

En esa línea, la nocturnidad de “K POP”, intentando hechizar un rage descafeinado con sintetizadores esotéricos (¿witch trap?), o el minimalismo disonante de “EVIL J0RDAN”, un banger introvertido –“I gotta hide my face, this not a rockstar phase / I’m a emo thug in my phase”–, quizá sorprenden menos, pero como mínimo se mantienen propositivos en un sonido que intenta escapar de lo ya escuchado, en el trap más comercial pero también, sí, en un hip hop más supuestamente experimental que suele esconderse en la coartada de lo industrial. En “MOJO JOJO”, Kendrick Lamar le reclama a Carti que saque su lado futurista –“Ayy, Carti, I need that Back to the Future Carti / I need that full alien Carti”–, emparentándolo directamente con el talante extraterrestre (que no la música) de André 3000. En “MUSIC”, este nuevo ATLien vampiriza su propia obra previa y la lleva hasta una deconstrucción del trap que seguramente alcanza su máxima expresión en la orgásmica y febril “OPM BABI”, un rage hiperacelerado, golpeado por bajos plugg, acribillado por espasmódicos hi-hats infinitos, arrastrado por un tsunami de ad-libs y perforado por burdos efectos balísticos. El avant-trap sería algo similar a esto.

Si en varias etapas de su carrera se ha asociado la forma de rapear de Carti, su rango de tonalidades vocales, flows e inflexiones, al modo en el que el impresionismo evoca más que explicita, en “MUSIC” parece acercarse directamente a territorios dadaístas, con un renovado elenco de voces –asmática, gutural o arenosa, con reaparición de su baby voice… No en vano, la palabra “dadá” remite al balbuceo de un bebé–, de mumbles con los que desconectarse de cualquier tradición. Al final, en su absoluto nihilismo, termina construyéndose un tributo a sí mismo, un disco en el que él es casi más importante que su música. El icono, el derroche de swag, va por delante. Todo esto sugiere una última paradoja: es probable que “MUSIC”, con todos sus hallazgos y excentricidades, con todos sus defectos y trivialidades, con todo su relleno y todo su vacío, termine convertido en un álbum generacional, pero para muchos de sus fans quizá sus canciones serán lo de menos y todo quedará atado irremediablemente a su nivel de conexión con la promesa que Playboi Carti intenta venderles: él es la música, y aceptarlo es la única manera de relacionarse con este disco. ∎

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