¿Se nos está yendo de las manos la fusión de tradición y modernidad? Lo que hace una década era excepción, hoy en día es norma. Ya hace tiempo que lo que era heterodoxia se ha convertido en moda. Ante tal panorama, aventuro que destacarán quienes pisen los pocos territorios aún vírgenes, quienes sobresalgan por mezclar nutrientes de forma peculiar o quienes dispongan de un talento, un pellizco o un carisma que vuele por encima de todas las demás consideraciones.

El nuevo EP de Ruiseñora (segundo de una carrera que también acoge cuatro singles y dos elepés, aunque la diferencia entre estos y los EPs sea difícil de dilucidar: apenas tres canciones) responde a algunas de esas premisas, porque en su apuesta por el folclore difuminan su trazo entre Extremadura (tierra de Elia Maqueda) y Canarias (de Atilio González), que no son latitudes precisamente propensas a la explotación masiva de su legado sonoro, y en su envite por la electrónica tampoco se limitan a quemar zapatilla en bacanales de baile sin freno de mano, como ya demostraban en anteriores entregas: algo de eso hay en la mixtura de folk y synthpop con ritmo marcial (la sombra de la EBM o de los Depeche Mode de mediados los ochenta) de “Higos e higueras”, o en la adaptación electro de una folía canaria que es “Cuando llora una palmera”, entre el tributo y la descontextualización, pero creo que donde más brilla el tándem a lo largo de estos cinco cortes en 18 minutos es en el pulso levitante de “Los charcos” o en la copla sideral de “Echa el pestillo” (con la colaboración de Andrea Buenavista), cierre de irrebatible poder evocador que sella su compromiso con un argumentario suficientemente dotado de registros como para ni aburrir ni prestarse a un solo molde.

Nos queda el glitch pop que sacude y también acuna (nunca mejor dicho) esa especie de nana popular que es “Que” para certificar que el enfoque de Ruiseñora es de largo alcance, tanto a través de su retrovisor como de su vidrio frontal. ∎