La primera sensación es que Françoiz Breut sigue manteniendo intactos el encanto y la frescura juvenil. Físicamente, y en actitud. Luego se manifiesta enseguida lo artista que es, ese saber estar haciendo grandes los pequeños ademanes, esa presentación de un recogido espectáculo de cámara en el que cada gesto y cada expresión son importantes, pero vertidos con toda naturalidad y entrega. Como si nos llevara por ese pequeño bosque que se ha comprado con su pareja, mostrándonos la cantidad de colores, texturas y sensaciones que albergan su voz y sus sonidos tan bien escogidos.
Vestida enteramente de negro, con discreto traje que al quitarse la chaqueta descubría una blusa con mangas de encaje, Françoiz encontró un punto perfecto entre la sobriedad y la pasión, como si la clave estuviera siempre en el detalle: esos párpados con purpurina, esa sonrisa bien dosificada, esos recorridos de las manos por sus brazos o trazando figuras en el aire sin caer en la teatralidad ni en las maneras antiguas de la chanson. Y, sobre todo, la convencida dicción de cada frase, el disfrute de la interpretación con amor por sus canciones, pero sin ínfulas.
Primero salieron a escena François Schulz, que domina la combinación de percusiones pregrabadas y otras que ejecuta con dominio de timbales y platillos como apoyo, más la guitarra siempre atmosférica y delicada, entre arpegios sencillos y riffs contenidos; y el mallorquín afincado en Bruselas Marc Melià en los teclados. Ella, en el centro, tocaba alguna percusión electrónica o de mano, más como efecto o complemento de su gestualidad que por rellenar una base musical que está muy bien construida por los dos músicos a base de pequeños elementos y múltiples detalles, significativos cada uno de ellos.
Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.