El acid house regaló a Irvine Welsh (Edimburgo, 1958) una segunda oportunidad. Criatura del punk, superada ya la treintena publicó “Trainspotting” en 1993 (en español apareció en 1996 vía Anagrama) y convirtió su historia sobre una cuadrilla de chicos de barrio escoceses que encontraban en las drogas un mecanismo de placer y escapismo en manifiesto generacional inmediato, vigente treinta años después. Pero el debut del escritor escocés también es una crónica de cómo el punk y la heroína fueron dejando su lugar a la música electrónica y al éxtasis en el Reino Unido a finales de los ochenta. Una revuelta musical, ideológica y estética digna de tomar el testigo.
Fue William S. Burroughs el que dejó escrito, o dijo alguna vez, que la adicción no es una enfermedad, sino una forma de vida. Welsh escribió una triste historia de amistad e individualismo a partes iguales. El eterno relato moderno de la juventud en busca de su sitio y el tránsito a hostiazos hacia el mundo adulto. Sus protagonistas –Renton, Sick Boy, Begbie y Spud– se desentienden de las consecuencias de sus elecciones. Son hijos de la clase trabajadora más preocupados por pasarlo bien que por posicionarse en el mundo, que conviven de forma natural con las drogas como una herramienta más para matar un tiempo que, de tanto sobrar, asfixia. Son representantes de su tiempo y de las sucesivas generaciones resignadas ante su destino en el capitalismo. Y la novela es una crónica de la heroína como tragedia suburbana. El propio Welsh estuvo enganchado dos años y medio en Edimburgo, la capital europea del pico.
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