A punto de cumplir los 23 años, Arlo Parks lleva un tiempo distinguiéndose como una de las voces centennials más sensibles y prodigiosas que hayan albergado las Islas Británicas en el último lustro. Tras pronunciar su existencia con el EP “Super Sad Generation” (2019) y ganarse la atención de crítica, industria y público con un primer LP, “Collapsed In Sunbeams” (2021), que le permitió alcanzar condecoraciones tan importantes como el Mercury Prize al álbum británico más destacado del año y un Brit Award a la mejor artista revelación, la londinense afianza su prometedor arco evolutivo con “My Soft Machine”, el segundo largo de una carrera señalada, si nada se tuerce, como de larga distancia.

Si en los anteriores esfuerzos discográficos consiguió conectar con sus audiencias, especialmente las de su tabla generacional, a través de la exposición sin reservas de un dietario emocional marcado por desequilibrios anímicos, depresiones, ansiedades y otros baches relacionados con la salud mental, insiste ahora en la introspección sin miramientos. Ni un cambio de domicilio (de Londres a Los Ángeles) ni la relación iniciada con la también músico Ashnikko han desviado sus preocupaciones temáticas ni aminorado sus virtudes. Una de las principales es esa ternura con la que precinta canciones de caricia inmediata pero relleno conflictivo; una recepción cálida pese a su escrutinio amargo.

Filosofía vital de exponer sin filtros el desabrigo generacional que evidencia en la letra del primer dulce del lote: “Don’t hide the bruises, I know it’s hard to be alive sometimes”, canta en una de las estrofas de “Impurities”. Aunque en este nuevo trabajo el foco se expande hacia gente de su entorno, su amada y los amigos que han pasado por trances anímicos como los que ella, a su corta edad se ha visto ya enredada por la sujeción a una sociedad contemporánea hiperventilada e hiperestimulante.

También se palpa un crecimiento en la parcela sonora. El bedroom pop de barnices soul del primer LP se abre a otras gamas cromáticas, como pone de relieve ese “Devotion” de intensidad ascendente que se resuelve por conductos que conectan con el indie rock noventero –Yo La Tengo, Smashing Pumpkins y My Bloody Valentine son referencias confesas de la británica–, a lo que suma pequeñas injerencias del hyperpop sin perder esa compostura tierna y afable que modula mediante su delicadeza vocal.

La riqueza de la paleta vuelve a quedar patente con el tintineo disco de una “Blades” en que recuerda a su querida que “‘Cause I only wanna be with you”, mientras el fuselaje rítmico señala a la coetánea y compatriota Georgia.

Se pone más melancólica y semicruda en “Purple Phase”, un downtempo de conatos jazz y guitarras ácidas que podría encajarle a King Krule. Y su brillantez melódica toca techo con “Weightless”, gema del disco y una de las caricias pop más reconfortantes y arrebatadoras del curso, mientras el shoegaze se adhiere a “Dog Rose”, que, junto a la anterior “Pegasus”, con la colaboración vocal de Phoebe Bridgers, componen el bloque más optimista y luminoso del álbum.

Pierde cilindrada en el tramo final, con intromisión neosoul y R&B de baja intensidad en “Ghost” y “I’m Sorry”. Insuficiente para desvirtuar este compendio de pop exquisito, delicado y ampliamente reconfortante de una artista a la que aún le quedan muchos bandazos emocionales por amortiguar entre algodones de pop consistente. ∎