Ojalá unos oídos aún por estrenar, un par de tímpanos tiernos e insaciables, para abalanzarse sobre “Cotton Crown”, el segundo disco de lo galeses The Tubs, y empezar a trazar conexiones impensables, comparaciones imposibles y, sobre todo, genealogías artísticas que podrían resumirse en una insólita y suculenta conexión entre el pop ochentero de guitarras flamígeras y el punk voraz y deliciosamente melódico.
¿Ejemplos? Los que quieran. Chispazos de la escuela The Lemonheads y The Replacements; ímpetu punk cortesía de Hüsker Dü y Sugar; ecos de The Wedding Present y Comet Gain; unas filigranas de guitarra por las que se hubiese dejado cortar un par de dedos Johnny Marr… En primer plano, secuestrando la atención y poniendo el hipocampo a salivar, una voz que es puro tres en uno; algo así como si David Gedge se hubiese colado en el pellejo de Joe Strummer para cantar las canciones de Richard Thompson. Más que suficiente, en cualquier caso, para alumbrar uno de los mejores discos de guitarras del año.
“Dead Meat” (2023), el debut de este peculiar cuarteto afincado en Londres y fundado por Owen ‘O’ Williams tras la disolución de Joanna Gruesome, ya apuntaba maneras, pero todo lo que en aquel momento sonaba ahí a banda tributo de los gloriosos ochenta ingleses, a pop correcto y burbujeante sin más, se ha visto hábilmente corregido, reconducido más bien, en este segundo disco de himnos impetuosos y estribillos gloriosos.
En sus canciones, Williams se asoma a lo peorcito del ser humano y bucea en sus propias miserias para llamarse de todo menos bonito, pero todo entra a la primera gracias a esa falsa apariencia de inofensivo jangle pop. Es así como uno se descubre tarareando despreocupadamente “Strange”, armisticio entre Teenage Fanclub y The Pains Of Being Pure At Heart armado sobre un primoros riff smithsesco que el galés aprovecha para recordar el suicidio de su madre, la cantante de folk y novelista Charlotte Greig. “At the wake, someone took my arm / Said that you could write a song to honour your mum”, canta Williams mientras la melodía avanza entre joviales brincos y luminosos punteos de guitarra. Su madre, por cierto, es la mujer que aparece amamantando a un bebé (el propio Williams, ni más ni menos) en la portada del disco.
Casi todas las canciones, explicaba el compositor en una entrevista con ‘The Guardian’, nacieron en medio de una crisis nerviosa, lo que explica el tono lúgubre, casi funerario, de unas letras que son el negativo perfecto del atropello melódico de “Fair Enough”, “One More Day” y “Embarrassing”, virguerías de pop en estado de gracia que cierran un disco cuyo arranque es aún mejor. Porque ahí está, entre “The Thing Is” y “Chain Reaction”, casi todo lo que se le puede pedir a un buen disco de pop en 2025: el brío de “Freak Mode”, el ensalmo narrativo y melódico de “Narcissist”, los quiebros afilados de “Illusion”, el atropello desmadrado de “Chain Reaction”... Canciones como soles ungidas por el dolor y la electricidad y servidas con maestría por Williams y sus compinches George Nicholls, Taylor Stewart y Max Warren. ∎
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